Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo A
Amar, poder amar, saber amar… éste es “el secreto de la vida”. A veces pensamos que no somos felices, o que la vida es injusta, porque… “no nos aman”. Dos errores; el primero es que, siendo sinceros, deberíamos decir “no siento que me amen”, porque en tantas ocasiones es una apreciación muy personal sentir que me aman o no; el segundo error es pensar que si me amasen yo sería feliz, porque en realidad somos un pozo sin fondo en nuestro deseo de ser amados (nada nos sacia), al tiempo que somos muy limitados en nuestra capacidad de amar. La verdad es que sólo es plenamente feliz quien puede y sabe amar, es decir, quien se expropia de sí por el amado, quien, se entrega y se dona sin reservas.
Alguno se preguntará: “¿Cómo hacerlo?... porque yo quiero amar, pero no sé y no puedo”. Jesucristo nos da la clave: el Padre nos amó primero, y por eso puedo amar, y se puede “mandar el amor”: “No me habéis elegido vosotros a mí, yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto… Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15, 16s).
Hoy el evangelio nos presenta el núcleo de la vida cristiana, el “dos en uno”. Sólo hay un mandamiento, que presenta dos dimensiones, el “amor a Dios” y el “amor al hombre”; la grandeza y misericordia de Dios-Amor y su realización concreta en el amor al hermano, en especial al más necesitado. Del primero se deriva el segundo, y el segundo es la certificación de que el primero es verdadero. “Amar a Dios” y “amar al prójimo” son las dos caras de una misma moneda; si falta una de ellas la moneda es falsa. La vida cristiana es vertical y horizontal a un tiempo y si no, o no es vida o no es cristiana.
El problema radical que el hombre debe afrontar es su escasa capacidad de amar. Lo que el hombre necesita realmente es descubrir la raíz y la fuente del amor, porque si quiere vivir tendrá que amar; y esto, tantas veces le resulta imposible. Y la raíz del amor no está en la innegable buena voluntad humana… El Amor es Dios, nace de Dios, nace de verse cada día, todos los días, querido y perdonado por Dios en la propia miseria, y llamado, además, a ser su hijo. El amor no lo producimos, se nos da. Nosotros “no hacemos el amor”. Y el amor, cuando se recibe, se expande en toda dirección: Dios, hombres, naturaleza, vida…
Vuelvo al comienzo: el gran problema del hombre es poder-saber amar… Y, en consecuencia, no ver en Dios un dictador, en el prójimo un rival, en la naturaleza un enemigo, en la propia historia un desastre, la vida un rollo... Por eso, toda discusión entre la preeminencia o la oposición entre amar a Dios y/o amar al prójimo es irreal y farisaica: tras esa discusión hay siempre un corazón que se repliega sobre sí.
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