Domingo XXIII del Tiempo Ordinario – Ciclo B
“Una sordera bien administrada vale más que una finca”, reza el pragmático refranero español. Parece referirse al gesto egoísta de los que “no quieren enterarse”. “No sabe, no contesta”, repiten las encuestas, a pesar del empeño de quien pregunta. Y el refranero vuelve a sentenciar: “En boca cerrada no entran moscas”. Así se explican tantas mudeces enfermizas de nuestra sociedad. ¡Cuántos ruidos y palabras resuenan en nuestros oídos y sólo causan desazón, odio, cansancio y agobio! ¡Cuántas palabras salen de nuestra boca y son sólo sonidos huecos que llenan espacios, pero no ayudan a nadie, frases que llenan vacíos, pero no espíritus! ¡Cuántos aislados hoy -soledad en medio de la masa- sin palabra, pero unidos por 140 caracteres o un reel o un vídeo en Tik-Tok! En la era de la comunicación crece la incomunicación y la soledad; el móvil nos comunica con los de más lejos, pero nos incomunica con los más cercanos... Y no sólo hacemos oídos sordos, sino que incluso cerramos los ojos para no ver la violencia en los centros educativos o las calles, pateras y muerte en las costas, el relativismo moral…
El pueblo de Dios esperaba la salvación acompañada de signos y de curaciones corporales; Isaías anuncia que el Mesías abrirá los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos, la lengua del mudo cantará, el cojo saltará como un ciervo, y se transformará la misma creación. Y esta esperanza se cumple: la curación del sordomudo por Jesús es un signo de la presencia del Mesías en medio de su pueblo. Abrir a un hombre su boca y sus oídos es hacer de él una “criatura nueva” que pueda degustar las palabras y los sabores de la vida, es socializarlo, y es crear “comunión”. Ése “¡Effetá!”, “¡Ábrete!”, es una invitación a escuchar la Palabra de Dios, a abrirse a Dios en la propia vida. En el Bautismo hacemos este gesto sobre el neófito; desde aquel instante se abrieron nuestros oídos para escuchar la Palabra de Dios y se soltó nuestra lengua para confesar la Fe y alabar al Señor. ¡Un milagro!
El encuentro con Cristo rompe mi sordera y abre mi boca, y hace que yo pueda proclamar su gloria en medio de mis compañeros de trabajo, estudio o diversión… que están sedientos y hambrientos de felicidad y de sentido. Y proclamar su gloria es obrar como Jesús, que no sólo no hizo distinciones, sino que incluso se puso siempre de parte del débil, del pobre, del más necesitado. Amar a Dios y amar al hombre son las dos caras de un único amor. Una se verifica en la otra. Las palabras del Salmo 145 que hoy cantamos se cumplen en Jesús, pero están llamadas a cumplirse en cada cristiano: “hacer justicia al oprimido, dar pan al hambriento, libertar al cautivo, abrir los ojos al ciego, enderezar al que se dobla, guardar al peregrino, sustentar al huérfano y a la viuda…”. Así la tarea social que Santiago describe en su carta -cuando indica que la fe se prolonga y se verifica en la caridad- es la “prueba del algodón” del ser cristiano. Y es que “quien es criatura nueva hace nuevas todas las cosas”.
¡Cuántos “sordomudos” hay en el mundo que ni oyen la Palabra de Dios, ni hablan de Dios! Estos sordomudos necesitan a alguien que les saque del aislamiento y les acerque a Jesús. Luego, el Señor les hablará suavemente en su corazón, y tocará sus oídos y sus bocas para curarlos.
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