Una verdad insoslayable es que nadie se ha dado la vida a sí mismo: todos la hemos recibido de otros. Cuando se admite la anterior afirmación, resulta más fácil entender la propia vida como un don. Ahora bien, esa donación recibida no abarca la totalidad de la vida. Por la sencilla razón de que la vida humana recibida en el origen no está hecha del todo, sino que es preciso completarla, irla realizando a lo largo y lo ancho de la vida.
Esto permite distinguir dos planos muy diferentes en las personas: lo dado (por otros) y lo conquistado (por sí mismo). Respecto a lo dado, cabe hacer pocas modificaciones; en relación a lo conquistado es donde cada persona se compromete, gracias al ejercicio de su libertad. Conviene no olvidar, no obstante, que lo “conquistado” no se realiza a partir de la nada, sino a partir de lo “dado”.
Lo dado por los padres –y también por la sociedad- es lo recibido por la persona. Como todo desarrollo se hace a partir de lo recibido, parece conveniente entenderlo como un don, un regalo sin justificación alguna. Lo que antes no era, no puede ser fundamento alguno de lo que después será. Por eso, precisamente, nadie ha sido consultado, antes de ser engendrado, si quería ser hombre o mujer, nacer aquí o allá, en esta época o en la otra, ser más alto o más bajo, etc. A lo que no era –a la nada- nada se le puede preguntar.
A mi entender, la persona alcanza una mayor densidad y espesor en la medida que se robustece en su interior la agradecida acogida de sí misma, de “lo recibido”. Esto se traduce en una firme cohesión entre lo que piensa y lo que dice, lo que piensa y lo que hace, y lo que hace y lo que dice.
Esta coherencia de vida es ya, por sí misma, otro gran don. Un don que es conquistado por la persona (desde lo dado), a través de los actos libres que realiza. Un don que se alcanza con parsimonia, poco a poco, aunque se module y realice luego en el tiempo, en conformidad también con las circunstancias y el modo en que, desde la libertad personal, a él se responda.
Dos actitudes enfrentadas
Entendida la vida como un don, la persona puede aceptarla o rechazarla, agradecerla o quejarse del “reparto” que le tocó, asumirla o rebelarse contra ella, trabajar sobre lo dado para tratar de optimizarlo en su totalidad o empobrecerlo más aún y arruinarlo con la intolerancia a la frustración, culpar erróneamente a los padres de las propias limitaciones –como si ellos las hubieran elegido, cuando nada eligieron- o hacer uso de la propia libertad para diseñar un proyecto equivocado de la persona en que quiere convertirse.
Dicho con toda brevedad: entender el don de la propia vida como una tarea, como un reto grandioso al servicio de la realización personal y social, o lamentarse y lamerse las heridas victimitas (algunas imaginadas, como meros caprichitos neuróticos), en busca de la subvención y los privilegios que no acaban de llegar.
Conviene no olvidar que la libre acogida de ese don acontece en el apropiado ámbito del encuentro intersubjetivo, donde emerge la plenitud o el drama de la aventurada historia biográfica personal.
Es decir, que la profunda tarea de hacerse la mejor persona posible (proyecto de vida) ha de diseñarse teniendo en cuenta a los demás.
La vida humana no es un proceso hermético, clausurado y en sí mismo cerrado. Ninguna persona es una isla. Sin la relación con los demás, nadie llegará a ser quien realmente es. La autorrealización personal será legítima sólo si está al servicio de la realización de los otros. Aristóteles lo expresó muy bien al afirmar que “sin amigos nadie querría vivir”.
La actitud del “yo-para-mí-conmigo-sin nadie” es mala compañera en el viaje de la vida. En ella se ha secuestrado algo muy necesario a la persona: la amistad, la donación y la socialización; condiciones imprescindibles para el crecimiento singular. Esta actitud encamina a un proceso caracterizado, desde el principio hasta el final, por el mutismo, la incomunicación, el desencuentro consigo mismo y la soledad radical.
Por el contrario, la actitud de “ser-para-otros” en modo alguno empequeñece el proyecto: estimula el crecimiento de la persona en toda su estatura. Los otros le motivan a salir de sí, le ofrecen modelos alternativos que amplían su visión de la vida, le estimulan a desarrollar sus dones, y le proporcionan el calor de la compañía y la amistad, donde cada quién puede encontrarse consigo mismo.
Si en este proceso la persona contribuye a la felicidad de los otros, ¿puede ella misma ser desgraciada? “El infierno no son los otros”, como sostenía Sartre. La felicidad no es solitaria; no hay felicidad sin compañía. En palabras de Aristóteles, “la amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas”.
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