En la pasada entrada introducíamos las dos grandes promesas que Dios hizo a Abraham. Dios lo invitó a salir de su tierra en busca de una descendencia y de una tierra nueva. Muy pronto, Abraham se instaló en la tierra de Canaán junto a su mujer Sara y su sobrino Lot, viviendo todos de la fertilidad de la tierra y de sus ganados. Tan grande fue la prosperidad que la tierra se les quedo pequeña y Lot decidió apartarse del clan para vivir apartado de su tío.
Abraham se quedó sin su principal heredero, ya que no tenía hijos, a pesar de que Dios le había dicho: “De ti haré una nación grande”. En esa tesitura se encontraba cuando una noche, Dios lo sacó de su tienda para invitarle a alzar la cabeza y contar las estrellas. En la oscuridad de la noche, Abraham reforzó su fe en Dios y en esa noche volvió a confiar plenamente en el plan de Dios.
En el ámbito deportivo observamos que se puede pasar de la abundancia a la carestía, de los triunfos a los fracasos, de las victorias a las derrotas. En nuestra sociedad estamos muy acostumbrados a los acontecimientos que impactan en nuestras vidas: resultados, datos, análisis, comentarios, opiniones. El hombre, en la vorágine informativa que le rodea, se ha acostumbrado a la indiferencia de toda información, haciéndolo impasible e indiferente.
Frente a esta aceleración de la vida, el deportista, como Abraham, es invitado, en la noche de su vida, en las derrotas del juego, en las situaciones adversas; a alzar la cabeza y observar, en el silencio de la noche, la luz tenue de las estrellas que le haga recobrar la esperanza, la motivación y la confianza suficiente para poder lograr la meta propuesta en su vida.
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