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Foto del escritorAbel Serna Sahoui

Camino de Santiago 24 - Abel Serna

Hay una lucha que se disputa diariamente en nuestros corazones, y que relata la historia de nuestras vidas. Es una lucha encarnecida donde nos lo jugamos todo, de donde no podemos escapar así porque sí, y donde los peores adversarios somos nosotros mismos. La lucha por conservarnos o sacrificarnos en aras del bien común.

 

Hilando con lo anterior, estoy convencido de que al final nos daremos cuenta de que es algo que nos suena, que nos inquieta y que nos cuesta escoger, ya que nos empuja a la obligación moral de darnos a nosotros mismos, y muchas veces olvidando nuestros planes y deseos por vestir, alimentar, acompañar, y consolar a los más necesitados. La verdad es que solo el ser humano puede escoger entre vestirse dos veces en un día, o vestir al que está desnudo a cambio de vestirse una sola vez al día. En esta dinámica es donde vemos reflejada la sentencia de Jesús: “si el grano de mostaza no cae y muere, no puede dar fruto” (Jn 12, 23-24). El grano de trigo somos nosotros, son nuestras vidas.


¿Y cómo se gana esta lucha? La respuesta es sirviendo. Cuando María recibió el anuncio del Ángel Gabriel de que iba a ser la Madre de Jesús, se puso en camino a servir a su prima Isabel. La vida es manifestada en el servicio, y ésta es la manera visible de dar gracias por todo lo recibido, como lo hizo María. José también se puso a servir a Jesús y a María siendo padre y esposo. Son dos ejemplos, pero hay muchos más ejemplos en el Antiguo y Nuevo Testamento en los que vernos reflejados y vislumbrar los diversos prismas de la existencia, pero el más evidente y, en mi opinión, deslumbrante, es el ejemplo de Jesús lavándole los pies a sus discípulos. Antes de ser entregado al martirio de la Cruz, se puso de rodillas y comenzó a lavarle los pies a sus discípulos. Muchos de ellos se alarmaron porque los pies eran la parte más baja y sucia en aquella sociedad, y, por ello, Pedro se negó a que se los lavara. Pero Jesús insiste y se los lava con una toalla y un jarrón de agua, para decirnos, hoy, que quiere llegar a la parte más baja y sucia de nuestra existencia, y lo hace sirviéndonos, si le dejamos. En este sentido, el Evangelio habla directamente al corazón del hombre y le dice que servir es amar, y lo hace en términos humanos, como se representa en la escena del lavatorio de pies, pero se aprecia una trascendencia que nos trasporta a los criterios de Dios, quien quiere que nos amemos así, como Él nos ha amado: sirviéndonos y dejándonos servir.


Muy al contrario de lo que pensamos, somos cuando nos damos y ganamos cuando perdemos. Una realidad que para muchos parece absurda, y casi roza el ridículo, pero encarna todo el poder y la gloria de Dios. Jamás perdemos aquello que damos, menos aún si lo que damos somos a nosotros mismos. Ésta dinámica y forma de pensar es lo propio del amor, porque amar es servir en aras del bien del otro. Si alguien dice que ama a una persona y no le sirve, sino que, al contrario, se sirve de la persona para su interés personal, entonces aún le queda mucho por recorrer. Y éste es el único camino que debemos recorrer, y que nos lleva al Camino con Mayúsculas, que es el todo amor, Jesucristo.


En el camino de Santiago he aprendido esta verdad fundamental y fundamentada en la Sagrada Escritura, que amar es servir, y que el deseo más íntimo y profundo de Dios es que nos “amemos como Él nos ama” (Jn 13, 34-35), y su amor se manifiesta en el servicio, a buenos y malos. También he aprendido que las personas a las que más cuesta servir son como los pies sucios que lavó Jesús, representan lo más bajo y último de nosotros mismos. De hecho, puesto que lo malo que vemos en los demás es lo malo que percibimos en nosotros, diría que los pies sucios siempre son los nuestros. Por eso mismo, las personas a las que más nos cuesta servir son aquellas que más nos ayudan a lavarnos y purificarnos. Porque no podemos reconocer en los demás algo que antes no hemos visto en nosotros, de modo que servir al que más nos cuesta es comprendernos a nosotros mismos, y disponer las bases para nuestra posterior sanación interior. Creo que la sanación es un fruto del amor, y el amor alcanza su plenitud en el servicio a los últimos en nuestra lista de personas a las que servir. Es tremendamente fácil amar aquello que nos parece atractivo y bello, pero un milagro servir a los que son odiosos y repugnantes a nuestros ojos, y no me refiero solo a las personas desnutridas y sedientas, sino las arrogantes, ególatras, irritables. Son éstas últimas las que en un Camino de Santiago pueden enseñarnos cómo somos por dentro, y cómo debemos acudir a Dios. El servicio a la persona indeseable es un acto de amor por excelencia hacia Dios y hacia el prójimo, porque es el ejemplo de que se puede imitar a Jesús, y el fruto de esta dinámica es la sanación interior. Lo sucio que vemos en los demás está en nosotros mismos, y al lavarlos a ellos mediante el servicio nos vamos limpiando por dentro.


Si el grano de mostaza no muere no puede dar fruto, y el fruto que Dios da a los que imitan el servicio a los últimos de nuestra lista es la sanación interior. La vida que se da en un acto de amor a Dios y al prójimo recibe en este mundo, y en el próximo, mucho más. El Camino de Santiago, con tantas adversidades e inconvenientes, nos adentra en esta realidad trascendente, que el recorrido que hemos de hacer es el de servirnos de los demás a servir a los demás para alcanzar la vida que Dios quiere darnos, y aquellos a los que más nos cuesta servir son aquellos que más necesitan de nosotros, y, asimismo, aquellos que más nos acercan al amor de Dios. El camino es hacia dentro, y parte del corazón de piedra al corazón de carne. Santiago puede esperar, pero no nuestra salvación. Un abrazo, y que Dios te bendiga.  

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