Pensando en el Concilio Vaticano II (1962-1965), el papa Juan XXIII pensó en un concilio que debía ser «pastoral». El historiador estadounidense John O’Malley profundizó esa intuición hablando del Vaticano II en tanto que «acontecimiento lingüístico», porque el concilio fue en la Iglesia católica algo correspondiente al linguistic turn en la filosofía occidental.
Después del concilio, el término «pastoral» se ha hecho tanto popular en la Iglesia que se ha aplicado a varios ámbitos de su misión. Así hay una «pastoral universitaria» también. El significado es claro: la estrategia, o la actitud, que la Iglesia emplea para acercarse al mundo de la universidad. ¿Existe, pues, una relación entre lo pastoral y lo universitario?
Si lo pastoral tiene que ver con lo lingüístico, no podría ser de otra manera. El lenguaje se compone de muchas dimensiones que relacionan y vinculan mutuamente a emisor y receptor, y crean una infraestructura de símbolos a la que deben recurrir para describir la realidad. La fe en sí misma es un lenguaje que hay que escuchar y verbalizar. El mundo universitario, que no puede dejar de tener una estrecha relación con el lenguaje, con sus reglas, y con un cierto cuidado del mismo, ya puede estar aquí directamente implicado en una relación con lo pastoral. No es de extrañar que la teología en tanto que disciplina con su propio lenguaje también puede tener valor académico, y que en la historia se la haya llamado «inteligencia de la fe». La relación entre lo pastoral y lo universitario es una necesidad de la fe, que tiene que escuchar a todos para verbalizar el mensaje del Evangelio, pero también lo es para las universidades, que no pueden entender el mundo si descuidan una parte de él.
Es una cuestión metodológica. Primero porque «pastoral» es un adjetivo antes que ser un substantivo. Juan XXIII se refería a Jesús, a su forma de vida, a una manera de estar cerca de la gente que debe ser siempre un modelo para la Iglesia. En este sentido la Iglesia es «pastoral», porque su primera referencia no puede ser otra que Jesús. Habría un peligro si esa actitud de la Iglesia fuera solamente una estrategia, y en el caso de lo universitario un enfoque juvenil que presente a la Iglesia como más atractiva.
Sin embargo, es cierto que en los años posteriores al concilio la pastoral se entendió a menudo como un programa específico, es decir lo de una «cosmética lingüística», como escribió Andrés Torres Queiruga. Durante su pontificado, el papa Francisco ha destacado este tema en varias ocasiones, también subrayando la necesidad de un enfoque "misionero" para la Iglesia del siglo XXI. Pero, ¿cómo se conjugan la misionariedad, la pastoralidad y la universidad hoy en día? Responder a esta pregunta exige articular cultura y educación.
Cabría preguntarse si la pastoral universitaria tiene más que ver con la cultura o la educación, y es probable que los católicos responderían que ambas. Efectivamente, hoy estamos convencidos de que la cultura y la educación no pueden ser separadas fácilmente, pero también de que la educación no es la única cosa que pertenece a la Iglesia. Puede existir una educación católica, pero existe también una cultura católica. Sin embargo, esta cultura tiene sentido si funciona como inteligencia crítica, como contribución al debate público entre las diversas voces que ya lo edifican.
Hacer «pastoral», especialmente la universitaria, significa ponerse al mismo nivel que el otro, superar la idea de que ya hay emisores y receptores establecidos, porque nunca se es sólo emisor ni sólo receptor, sino ambos a la vez, o ahora uno y ahora el otro, en cualquier caso sin roles fijos: ya que Dios es el único teóricamente absoluto, sin lazos. Una Iglesia que no sea capaz de todo esto no puede ser pastoral, y su pastoralidad es una ficción. La pastoral universitaria católica no tiene el objetivo de educar solamente, sino de recibir algo como educación a ser Iglesia, ni tiene el objetivo de difundir una cultura que quiere imponerse a los demás. La razón por la que la Iglesia en Occidente fundó universidades es porque estaba en consonancia con su instinto teológico: la fe jamás es una actividad solitaria.
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