El pasado mes de marzo se cumplían 10 años del Pontificado del Papa Francisco. A pesar de que aquella noche, del 13 de marzo de 2013, era oscura y lluviosa en Roma, la tarde del Cónclave recién reunido, bien se pudo ver el negror de la primera fumata, de la misma forma que las que pudimos contemplar en dos ocasiones durante el mismo día en que el Cardenal Jorge Mario Bergoglio consiguió los votos suficientes para su elección. El negror de las primeras humaradas de la chimenea ayudó a distinguir bien la fumata que en gris claro se nos antojó blanca y el acompañar del volteo de campanas disipó toda duda.
Bien sabíamos que, para que la elección fuera positiva, el elegido tenía que obtener al menos dos tercios de los votos. Todos los medios calificaban a unos cuantos cardenales como papables y sonaban los candidatos de unos y otros en las legítimas preferencias que a todos nos surgen desde sintonías espirituales, pastorales o afinidades simpáticas con algunos de ellos. Algunos rostros y nombres nos llegaron a resultar familiares por el protagonismo que iban adquiriendo en los millones de miradas expectantes que aguardábamos la elección con inquietud y esperanza.
Sin embargo, los auténticos protagonistas de este momento eclesial no fueron, bajo mi punto de vista, ninguno de los cardenales, por más que ellos tenían la responsabilidad única y el deber incuestionable en ese momento importantísimo de la Iglesia. Los auténticos protagonistas, junto al Espíritu del Señor, el centro máximo de atención, el gran punto de mira éramos y somos el pueblo de Dios que peregrinamos en este siglo XXI y que, en medio de tanta negrura y contaminación, necesitábamos una fumata blanca que nos ayudara a recuperar el Evangelio como Buena Noticia, a fortalecer nuestra fe en medio de tantas incertidumbres y a vivir la forma de amar, inaugurada por Cristo, como la gran revolución que puede hasta mover montañas.
Nos felicitamos toda la Iglesia por el nombramiento del Papa Francisco, argentino, latinoamericano, jesuita, que, en tan sólo unos pocos días no dejó de realizar signos nuevos en el papado, sorprendentes y, para muchos, desconcertantes. Ya sabíamos que en Buenos Aires, como cardenal, no disponía de chofer; que no vivía en Palacio Episcopal sino en un sencillo piso; que se trasladaba andando o en autobús a la mayoría de sitios, pero, realmente sorprendió, el que, como Papa, no quisiera trasladarse desde la residencia a San Pedro en coche oficial y prefiriera ir en el bus que utilizan todos los cardenales. Ya sabíamos que en su casa de Buenos Aires no tenía ni cocinera que le preparara la comida, pero sorprendió que el primer desayuno como Papa renunciara a tomarlo en sus estancias privadas y se sumara al comedor donde lo realizaban el resto de cardenales. Ya conocíamos que no gustaba, en Argentina, que le llamaran eminencia, pero cuando el Cardenal español Carlos Amigo le sorprendió verlo, en su primer día de Papa, en el comedor común y se dirigió a él como Santidad, éste le corrigió diciéndole: Santidad, no; hermano.
¡Hermano! ¡Qué hermosa palabra! Ya pudimos intuir que iba a ser un papado cargado de gestos evangélicos, cuando nada más salir al balcón para presentarse al mundo entero, tan sólo vestía una sotana blanca con una sencilla cruz pectoral y, sin ningún aspavientos, nos miró a los ojos y nos pidió orar por el Papa emérito Benedicto XVI y consiguió meter a toda la cristiandad en una sencilla capilla orante. A nadie pasó desapercibido, cuando se agachó humildemente pidiéndonos que, en silencio, rogáramos al Señor una bendición para él, antes de darnos la suya como Papa. Así se presentó Francisco, poniéndole gestos y palabras a la elección de su nombre. Y así han sido, para la Iglesia y para el mundo, los hermosos diez años de su pontificado.
Sonriente, firme, sencillo, creyente, espiritual, pobre, inteligente y valiente, parece que la Iglesia universal respira porque de Buenos Aires nos llegaron Aires Buenos para una Iglesia que reclamaba evangelización y purificación. Queda mucho camino, ahora abriéndonos a tiempos de sinodalidad, pero él, nuestro Papa, sigue abanderando una primavera, que falta le hacía a nuestra Iglesia.
Te invito a que, en la posibilidad que nos brinda la Pastoral Universitaria de hacer algún comentario al artículo, escribas ahora, si buenamente te parece, una sencilla oración por el Papa Francisco (De bendición, de petición o intercesión, de acción de gracias, de alabanza,…). Así, entre todos, hacemos de este espacio, cuando se ha cumplido el décimo aniversario de su pontificado, una participativa y humilde “capilla” orante, por quien necesita - por su edad, por su salud, por su enorme responsabilidad, por las muchas críticas y oposiciones que le llegan,…- la fuerza del Señor Resucitado.
Señor bendice a nuestro hermano y cabeza de la Iglesia, el Papa Francisco, para siga mostrando a todos los Cristianos el camino con Cristo Resucitado.
Dios mío, como guía de todos tus fieles, protege a nuestro Papa Francisco, que siga dirigiendo la
Iglesia con su palabra y su ejemplo de sencillez, y conduzca al pueblo que le has confiado.
Gracias Padre infinitamente misericordioso y sabio, por elegir al Papa Francisco para dirigir tu Iglesia, tan necesitada de aire fresco y renovado.
Señor, te pido por nuestro querido Papa Francisco, por su salud y su fortaleza mental y espiritual. Que todos nos presentemos ante nuestros semejantes como “hermanos”, y aprendamos de Francisco, su sencillez y su entrega a los demás.
Yo rezo todas las noches por él por su salud,por su catequesis y por todas sus intenciones y por sus viajes, y le deseo todo lo bueno qué él se merece.