Glosa dominical Domingo III Tiempo Ordinario
Pasó Navidad, pasó San Fulgencio y los boniatos dulces, pasó San Antón y la entrañable bendición de los animales, los universitarios están en sus exámenes… y todos haciendo números porque el dinero no llega, y haciendo dieta porque los centímetros nos sobran. La vida se ha hecho monotonía. Y aquí y ahora, Jesús, el que vino niño en Belén, viene de nuevo, e inicia su misión: suscitar creyentes y anunciadores.
El miércoles, festividad de la Conversión de San Pablo concluirá la Semana de oración por la unidad de los cristianos en la que estamos inmersos, y hoy de nuevo somos invitados por el Papa Francisco a celebrar el Domingo de la Palabra de Dios.
En aquel tiempo irrumpió Jesús en Galilea gritando: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los Cielos”. Le escuchaban gentes como nosotros: los creyentes que rezaban a Dios en la sinagoga y los que pasaban del tema, los colaboracionistas con los romanos y los que odiaban al invasor. Pero, quizás para todos, Dios no era el quicio de sus vidas; habría cosas más inmediatas que les urgían: el trabajo, la pesca, el pan de los hijos, las herencias…, como para nosotros hoy. A todos llegó el anuncio: “Convertíos”. Y ahí comenzó para Simón, Andrés, Juan, Santiago… un lento camino de adhesión a Cristo, que les llevará a abandonar las redes y convertirse en pescadores de hombres, a salir al mundo y llevar esa noticia que tanto bien había hecho a sus vidas: “Dios es Amor”, “El Reino está cerca”. De evangelizados a evangelizadores. Jesús comienza a constituir la Ecclesia, el nuevo Pueblo de Dios, convocado por Él mismo para ser “luz, sal y fermento del mundo”. La Iglesia es un pueblo convocado para anunciar las maravillas del Señor. Uno de ellos, Pablo, dirá: “No me envió Cristo a bautizar sino a anunciar el Evangelio”, y también: “¡Ay de mí si no evangelizo!”.
Tarea de todos; nadie puede excluirse. Todos estamos llamados a hacer realidad en nuestro mundo las palabras de Isaías: “El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz; a los que habitaban tierras de sombras una luz les brilló”. Jesucristo es la realización, el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres: Él es esa Luz que disipa las tinieblas, las angustias y las inseguridades de los hombres. La luz ya está entre nosotros. Nos corresponde ahora reconocer que vivimos en penumbra, aceptar la luz salvadora de Jesucristo y presentarla sin temor. Dios quiere iluminar a todo hombre, pero sólo lo hará si éste, creado en libertad, acepta. Jesús vino a predicar la conversión y a abrirnos el camino a la vida luminosa de Dios, venciendo en la Cruz las tinieblas del pecado y de la muerte.
La conversión no es sólo para aquél que está en el pecado, el mal o la tiniebla existencial. También es para el que necesita más luz en su vida, y también para aquél que es llamado a una misión, la de iluminar la vida de sus semejantes, comunicando una luz que no es suya sino reflejada, como hace la luna con la luz del sol.
“Conversión” y “Vocación”, dos llamadas que caminan unidas. No podemos defraudar a Dios, ni fallarles a nuestros semejantes. De convertidos a evangelizadores. Y… llenos de Esperanza. “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?”.
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