Domingo XXVI del Tiempo Ordinario – Ciclo A
De nuevo otra parábola en boca de Jesús. Es una forma de narrar tan peculiar que hace que nadie se sienta “fuera” de la narración. De este modo es más fácil llegar al corazón. Hoy nos habla de algo muy cercano a nuestros comportamientos: la facilidad de palabra y lo que cuesta atenerse a esa palabra dada; de cómo hay muchos que aceptan a Jesucristo, incluso pareciendo rechazarlo, y de cómo otros, que parece que lo aceptan, en el fondo pasan de largo; de cómo algunos cristianos aceptan inmediatamente el sí de los compromisos bautismales, pero pronto se cansan, ante las dificultades, y entonces el “sí” se convierte en un “no”.
Hoy la parábola nos introduce en la fidelidad. No se trata de una simple llamada a la claridad y a la coherencia, sino una llamada a la auténtica fidelidad, la fidelidad del corazón. La boca -a veces- dice “palabras que se las lleva el viento”. Jesús nos llama al corazón, nos invita a entrar en su Reino y a participar del trabajo de su viña. No valen ni las medias tintas ni las falsas adhesiones. Ante él no cabe aparentar una adhesión que no se traduzca en verdad en la vida práctica. De ahí que aquella frase lapidaria conocida y -aparentemente- extraña, sea muy clarificadora: “Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”. Es decir, muchos que aparentemente son despreciables y despreciados a los ojos humanos, precederán a los que falsamente “parecen cumplir” la voluntad de Dios.
La obediencia y la responsabilidad no están de moda… ¡y de la fidelidad no hablemos! Y, sin embargo, para una autenticidad de vida y para lograr crear verdadera fraternidad no basta la intención, hay que “hacer lo que se dice”. Esto no significa impecabilidad, o sea, negar la posibilidad de error. Significa que el deseo de fidelidad auténtica -más allá de la debilidad y las equivocaciones humanas- debería provocar en nosotros una actitud permanente de conversión: yo, sinceramente, quiero ser coherente, yo quiero amar, yo quiero cumplir la palabra dada, pero… reconozco mi debilidad; por tanto “ayudadme y perdonadme” (...) “¡Ayúdame y perdóname, Señor!”. Esto se llama humildad y es enemiga de la presunción, la soberbia y el orgullo, que sólo conducen a la crispación, la violencia y el desprecio del otro. No construyen sociedad, ni fraternidad. No hacen “comunión”. La clave la encontramos en el salmo proclamado hoy: “Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas…”; y también: “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas” (Sal 24).
Pidamos a Dios la humildad, y con ella nos regalará la fidelidad. ¡Qué bien lo expresa -casi suplicando- Pablo!: “Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir… No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad, y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos, el interés de los demás…”. Y la súplica definitiva, radical: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús”.
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