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Foto del escritorPablo Olmedo Castaño

Del ateísmo a la Fe: conversión de un joven

Buenos días, tardes o noches, lectores; he sido invitado para dar testimonio de mi conversión. Aunque no soy muy dado a la auto exposición, creo que merece la pena compartirlo. Mi nombre es Pablo, tengo 24 años, soy estudiante de doctorado y trabajador social, pero el  hecho del que vengo aquí a hablar es de que resulta que hace un par de semanas hice, arropado  de amigos y familiares, mi Primera Comunión.

  

Quizá te preguntes que qué me pudo llevar a mí, una persona del mundo y perfectamente normal, a convertirse nada menos que al cristianismo. Nunca fui educado en la fe, no fui a catequesis, ni a religión en el colegio. Desde pequeño, hasta mi adolescencia, la religión me fue algo ajeno, motivo, si eso, de curiosidad y extrañamiento. Tampoco fui educado ni participé en el folclore cristiano: no participaba en Semana Santa, fiestas variopintas, ni hice la Comunión a los 8 años,  una rareza en mi generación.

 

Lo cierto es que en mi adolescencia llegué a ser un buen ateo militante, tertuliano altivo y materialista convencido. A los 17 años llegué a interesarme mucho por la filosofía y mi curiosidad me llevó a acercarme a diferentes autores y filósofos: desde Aristóteles y Platón hasta Hegel y Marx. Lo cierto, es que por el camino me crucé con Santo Tomás de Aquino, a quien enseguida admiré y respeté por la agudeza sus obras. Recuerdo leerlo con curiosidad a altas horas de la  madrugada al desvelarme tras volver de fiesta, como cualquier joven a sus 19 años, supongo. Sin embargo, aún no había llegado mi momento. Los años siguieron y yo continué con mis estudios y la atolondrada vida universitaria.

 

En la carrera de Trabajo Social, como Sancho Panza, volví a toparme con la Iglesia. Esta vez con la Doctrina Social, la Encíclica de León XIII, “Rerum Novarum”, el cristianismo personalista de Enmanuel Mounier y otros muchos autores. De nuevo me cautivó, tanto que centré mi investigación del TFG en estas cuestiones. Otro empujón fue el aburrimiento carcelario durante la cuarentena, que aproveché entre otras cosas para leer sobre los misterios relativos a los Ángeles y el Antiguo Testamento, como cualquier joven supongo. Pero tampoco había llegado  mi momento.

 

A los 22 años, mientras realizaba mis estudios de máster, comenzó a encenderse en mí una chispa que buscaba algo más en el mundo. Paseaba por el bosque cercano a mi facultad como  enamorado del mundo, y al mismo tiempo, lo sentía insuficiente y vacío. Buscando otros  paisajes, y como un billete de avión salía más caro, decidí comenzar a escribir una novela de fantasía: un cuento de hadas con su propia mitología, historia, religión… Todo un cosmos imaginario, imitando a los novelistas que me fascinan como Tolkien o Asimov. Pero aún faltaba  algo…

 

En primavera de 2023, el puzle se completó, la chispa prendió y se tornó en una «llama de amor vivo», como escribió San Juan de la Cruz. La última pieza fue mi novia, Irene, quien se convirtió a causa de amigos y familiares, algunos también convertidos y reconvertidos (para que no se diga que la Fe católica es cosa del pasado). Con ella comencé a asistir a las adoraciones del Santísimo en la iglesia de San Pedro de Murcia y a la Iglesia de su barrio, San León Magno, donde las excelentes homilías de Don Fernando me cautivaron desde el primer día.

 

El camino a la conversión no fue (ni es) fácil, ni inmediato. Al principio acudía simplemente por acompañar a mi pareja, pero no había pasado un mes cuando comencé a tener serias dudas.

 

Continué mi lectura del Antiguo Testamento por donde lo había dejado en la pandemia, y llegué hasta el Nuevo, descubriendo muchas maravillas. Ahora había comenzado a buscar la Fe, quería encontrar la mía, pero no la encontraba entre tanto escepticismo; seguía teniendo dudas,  miedos y recelos. Busqué respuestas en la Teología y en los libros, pero no encontré las certezas ni la paz que esperaba, por lo que quedé algo frustrado.

 

Entonces, mi novia me invitó a asistir a la JMJ de Lisboa y sin ser aún creyente acepté porque,  sinceramente, no sabía dónde me estaba metiendo. Fue un viaje interesante, con grandes momentos. Allí aprendí a vivir la fe en comunidad y a compartirla con buenos amigos. Aunque sería deshonesto no mencionar que estuve tentado a saltar en marcha del autobús en el viaje de ida cuando, a las siete de la mañana, fuimos despertados por un cura con megáfono para rezar un  Rosario.

  

Por suerte, el Señor me concedió la paciencia y la cabezonería de quedarme al amparo de su  Iglesia. Con el tiempo aprendí que un cristiano no tiene todas las certezas, ni está a salvo de las inseguridades del mundo; pero aprendí que tiene un salvavidas, un paraguas para cuando la tormenta arrecia. Aprendí que querer tenerlo todo bajo control en la vida es lo contrario a la confianza en Dios, y que querer ser perfecto es fantástico, pero creer que uno lo ha conseguido, una condena. Aprendí que la Fe se busca y la conversión nunca termina.

  

De este modo encontré la paz en Cristo y ahora puedo dar gracias por el regalo que he recibido: Muchos hermanos por todo el mundo, un Padre en el cielo y muchos en la tierra, otra madre y muchos nuevos amigos.


Creo que la Fe es algo muy fácil y muy difícil al mismo tiempo, lleno de contrastes y contradicciones, es como la vida misma. Y solo en la cruz, en el punto que cortan las líneas secantes, se pueden salvar las contradicciones de la vida: “los ciegos ven y los cojos andan, los  leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan”.

 

Espero que mi historia os haya servido de inspiración, especialmente me gustaría inspirar cristianos y no cristianos a las conversiones. A los no cristianos decirles que no tengan miedo, que vengan y vean. Y a los cristianos, que nunca pierdan la esperanza en la conversión del  prójimo, yo jamás habría creído en la mía.

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