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Domingo III Pascua

Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo. (Lc 24,13-15).

“Aquel mismo día, dos de ellos iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en per­sona se acercó y se puso a caminar con ellos.»

 

Jesús se hace el encontradizo, toma distintas figuras, reconocibles por la fe. Acompaña a los suyos, les abre el entendimiento para que comprendan las Escrituras, deja sentir su presencia en el corazón, a la vez que permite avanzar con Él sin coaccionar.

El pasaje de Emaús se puede vivir desde dos perspectivas, la primera desde la sagacidad de la fe, descubriendo la presencia del Resucitado a lo largo del camino de la vida, en muchas circunstancias y personas. La segunda, tomando nosotros la misión de acompañar a quienes se sienten desanimados, con necesidad de ayuda, de orientación, como hizo el arcángel Rafael con Tobías, y el mismo Jesús con los dos discípulos.

En todo caso, nunca ganaremos a Jesús en generosidad, como dice Santa Teresa de Jesús, pues Él es buen pagador. La mejor posada es la Eucaristía, y nuestro propio interior – Mas sé de esta persona que muchos años, aunque no era muy perfecta, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada el Señor, procuraba esforzar la fe, para que, como creía verdaderamente entraba este Señor en su pobre posada, desocupábase de todas las cosas exteriores cuanto le era posible, y entrábase con El”, y deberemos estar atentos, no sea que por nuestra insensibilidad Él esté dentro y nosotros fuera, como diría San Agustín.

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