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El desprecio del profeta

Domingo XIV del Tiempo Ordinario – Ciclo B


Jesús llega un día a su pueblo, Nazaret. Sus paisanos conservaban de él todavía la imagen del joven ayudante de carpintero, hijo de María y José, pues no hacía mucho tiempo que había dejado el pueblo. El sábado se puso a enseñar en la sinagoga, y más que escucharlo, le juzgaron. No comprendían sus palabras, ni su sabiduría; desconfiaron de él. Para ellos, era el hijo de José el carpintero; veían a Jesús por las apariencias externas y se resistían a reconocerlo -no es fácil hacerlo- como Mesías. Sólo quien cree en Él puede reconocer su “mesianidad”, aceptar sus palabras y admirar sus obras. Hoy, como ayer, hay muchos que desconfían de Él y no aceptan sus palabras ni tienen ojos para ver sus obras y milagros: “miran sin ver y oyen sin escuchar”. Hoy, como ayer, Cristo sigue desconcertando, su palabra escandaliza, su mensaje engendra oposición, y su vida y su obra crean conflicto.


Lo que ocurre en Nazaret lo habían experimentado anteriormente los profetas. El asombro se torna en desconfianza… y el profeta es rechazado en su pueblo. Así, por ejemplo, el profeta Ezequiel experimentará la esterilidad de su misión, pero el contenido de su palabra es un signo para Israel de que Dios sigue presente y preocupado por su pueblo. San Pablo, igualmente, no fiará la tarea evangelizadora a su sabiduría humana y a sus cualidades sino más bien al contrario: “Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, de las privaciones, de las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor, 12, 9b.10).


Los profetas siguen habitando entre nosotros, muy cerca de nosotros, están en nuestra familia, en el lugar de trabajo, en las calles y plazas. Gracias a ellos el mundo respira un poco mejor. Ciertamente, sus propuestas son consideradas por “el sistema” o por “los dirigentes” como ensoñaciones, y se les tachará de locos o alucinados, cuando no de fanáticos ultras que añoran tiempos antiguos, pero sus palabras son absolutamente necesarias. ¡También en verano!


Todos, desde el Bautismo, somos profetas, llamados a ser testigos de un Dios-Amor, aunque el resultado de nuestras palabras y, sobre todo, de nuestro modo de vivir pueda desconcertar o escandalizar a “un mundo que necesita de profetas pero que no los quiere reconocer”, porque supondría escuchar lo que no quiere oír, y aceptar que Dios habla a través de la precariedad humana. 


¡Cuántos no pueden aceptar el mensaje salvador de la Iglesia porque sólo ven los pecados y debilidades de la misma y las carencias y la humanidad de los bautizados! Escuchar la profecía es estar dispuesto para una vida distinta y nueva, más humana y más creyente. Por eso es hoy tan necesaria como el pan de cada día.


¡Feliz verano! ¡Adelante, profeta, sin miedo!

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