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Foto del escritorAbel Serna Sahoui

El pasaje del templo

«Mi casa será casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones». (Mt 21, 12-13; cf. Mc 11, 15)

Esta reflexión pivota sobre el sentido teológico y humano que esconde la escena del Templo de Jerusalén (cf. Mt 21, 12-13; Mc 11, 15). La escena se desarrolla en el Templo de Jerusalén, que no es sino el símbolo de la época que mejor representaba la unión entre Dios y el género humano. Sin embargo, en este Templo había mucha vida, no solo religiosa, sino política y económica, de modo que en él también convergían otras muchas intenciones e intereses humanos, y es justo esto lo que enfada a Jesús.

En el pasaje del Templo de Jerusalén, Jesús, que es Dios y hombre a la vez, experimenta el enfado, y esto tiene mucho sentido teológico y humano -afortunadamente- para nosotros, sobre todo porque nos muestra a Dios como un hombre real que siente, padece y se emociona. Es decir, un Dios que experimenta los sentimientos que experimentamos nosotros: la ira, la tristeza, la indignación, la admiración y el amor 1️⃣. En efecto, Jesús se enfada porque es humano, pero eso no quita que sea Dios, pues también se enfada como Persona divina que ve más allá de nuestra razón, que logra percibir con su inteligencia la hipocresía y la injustica de los hombres, especialmente cuando se trata de cosas divinas como el Templo de Jerusalén donde Él mismo ve que se está negociando con los bienes de este mundo en lugar de estar bendiciendo y alabando a Dios; de hecho, por eso es una cueva de ladrones, porque se hace lo que no se debe hacer, y se coge lo que no se debe coger. De ahí el enfado de Jesús, porque nuestros pensamientos y nuestros caminos no son los suyos 2️⃣.

Con el episodio del Templo podemos llegar a varias conclusiones o puntos de vista. La primera es que nosotros mismos, con nuestras vidas y con nuestros cuerpos somos como el Templo de Jerusalén. En efecto, al ser redimidos por Jesús en la cruz, ya no hay un único Templo, sino que todos nosotros somos templos del Espíritu de Dios, Templos de Dios. En esto reside la sacramentalidad del cuerpo, en que nosotros ya no somos “nuestros” sino instrumentos de unión con Dios. Pero, cuando hacemos de nuestras vidas un intercambio de servicios e intereses con el único fin de conservarnos a nosotros, ya no estamos siendo como el Templo al que estamos llamados a ser, y que ya somos. Entiendo que esta visión pudiera parecer reducida, más aún cuando el discurso moderno apunta hacia la libertad del cuerpo. Sin embargo, no hay libertad sin límites, solo distracción en los placeres e intereses personales, pues la libertad se alcanza cuando el cuerpo reivindica un valor y un sentido únicos a los que se suman unos deberes morales y una dirección trascendente en la que resuene algo más que la propia estancia en el mundo, en la que la vida sea más que lo que aparenta ser. Cuando esto no es así los esfuerzos personales solo persiguen vencer los esfuerzos de los demás para destacar sobre el resto, es decir no hay una comunión en la que se reafirme y extienda la libertad conquistada, más bien una competición por defender una libertad sesgada que solo persigue autoconservarse. Y una vez que la conciencia se ha emborronado y se ha disuelto en esta ambivalente subjetividad se deja de mirar lo que es éticamente correcto para disolverse en la especulación y en el relativismo de los valores, y es entonces cuando se convierte el Templo de Dios en una casa de comercio.

La segunda conclusión a la que llegamos viene determinada y está íntimamente ligada a la primera: cuando se trata de un intercambio de servicios e intereses para la autoconservación se convierte en una tarea echar a los demás del Templo, especialmente a aquellos que no ofrecen lo mismo o no tienen nada que ofrecer. Es cuando se forman los pequeños grupos, las minorías y las élites; pero esto no tiene relación con el poder o el dinero, más bien tiene que ver con la lectura que muchos hombres hacen de sus intereses particulares y el repliegue de estos hacia un grupo que les asegure la conservación, aunque su libertad realmente esté secuestrada en esta misma dinámica de autoconservación sesgada. Entonces los esfuerzos personales por vencer al resto se suman a los esfuerzos del resto del grupo, haciéndose todavía más fácil violentar a los demás, dañando directa e indirectamente el propio Templo y el Templo de los demás. Desde esta praxis y esta mala lectura de la realidad lo éticamente correcto se difumina, y ya no es solo no mirar lo correcto sino convertirse en cómplices de los peores crímenes llamando correcto a lo que no lo es, llevando al hombre a una tibieza terrible, la de ser Templos de Dios sin Dios, en una deidad personal que recuerda más bien a un teatro de sombras. Cuando la conciencia nublada alcanza este estado el hombre es capaz de “matar a un hombre para salvar al pueblo” 3️⃣ cuando precisamente lo que está salvando son sus intereses en una lectura sesgada e interesada de la realidad. A esta altura podemos entender muy bien el enfado de Jesús, viendo que esta dinámica es por antonomasia la que lleva a los hombres a cometer los peores crímenes, de hecho, es la que acabará con su vida 4️⃣.

En definitiva, no sería tan importante este episodio si detrás de este escenario Jesús no estuviera viendo una condición humana de muerte, cuando los Templos instituidos por Dios se repliegan sobre sí mismos dejando a Dios fuera, y peor aún, cuando los Templos instituidos por Dios, que somos nosotros, se vuelven contra Dios mismo. En efecto, este pasaje refleja el peligro que corremos todos cuando nuestros Templos son convertidos en casas de comercio y cuando se le da más importancia a los servicios e intereses personales que a la unión con Dios, cuando la vida entera se convierte en un comercio. Cuando no hay verdad en lo que somos nos convertimos en una élite de enmascarados que solo se buscan a sí mismos, es entonces cuando el hombre se convierte en un lobo para el propio hombre, capaz de asesinar al mismísimo Dios.

 

1️⃣ cf. Juan Pablo II, En la Audiencia Nacional en 1988, “Jesús, verdadero hombre, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado”.

2️⃣ cf. Isaías 55, 8-9.

3️⃣ cf. Jn 11, 50

4️⃣ cf. san Pedro 2, 24.


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