Un padre queriendo dar una lección a su hijo le manda remover del camino un obstáculo muy superior a las fuerzas del niño. El pequeño lo intenta una, y otra, y otra vez… ¡Imposible! Su padre le insiste: “Haz todo lo que puedas”. El crío, después de varios intentos, extenuado, exclama: “Es que ya hago todo lo que puedo”. “No -dice el padre- no haces todo lo que puedes; puedes pedirme que te ayude, y no lo haces”.
La Oración. En el mundo de hoy muchos preguntan para qué sirve la oración. Orar -cuando tenemos tanto que hacer- nos parece perder el tiempo, pertenece al mundo de lo inútil. Sin embargo, las lecturas de hoy nos indican todo lo contrario. Moisés, en lo alto de la montaña intercede por el pueblo, y sus brazos alzados son “seguro de victoria” en la batalla. No es magia este gesto; se trata de algo muy enraizado en el pensamiento y la fe de Israel: “Unos confían en sus carros, otros en sus caballos; nosotros confiamos en el nombre del Señor”… “Si el Señor no construye la casa en vano se cansan los constructores”… Y así multitud de salmos. Tampoco es magia la terquedad de la viuda del Evangelio; ella sabe que o le hace justicia ese juez inicuo o pierde el pleito contra su enemigo. Hay algo muy hondo y existencial en esta invitación a ser terco: la conciencia de “depender totalmente de otro” (hay que conocer la realidad de abandono de las viudas en aquel tiempo). La vida de ella estaba en manos del juez… ¿Somos nosotros conscientes de que nuestra vida está en manos de Dios?
Desde su experiencia de debilidad el hombre levanta cada día los brazos a Dios en busca de ayuda: “Levanto los ojos a los montes… ¿de dónde me vendrá el auxilio?”. ¿Del talento, del dinero, del poder, de los amigos, de los libros? Y el creyente proclama sin dudar: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Por algo es común encontrar en las catacumbas la figura repetida del orante: sus brazos alzados suplicando, y su mirada a lo alto en actitud de petición o intercesión.
Como Iglesia, a tiempo y a destiempo, oportuna e inoportunamente, anunciemos al mundo el poder de la oración. La oración es “pieza indispensable” para la vida de un cristiano; no es decoración que abre y cierra reuniones, o que solo inicia y concluye el día en la soledad de la habitación. Es espíritu que invade la pequeñez del creyente en la presencia del Todopoderoso. Es cierto que “sin Él nada podemos” (Jn 15,5), pero no es menos verdad que “en Él todo lo puedo” (Flp 4,13).
La constancia de la gota de agua acaba por horadar la roca, y la perseverancia de la oración acaba siempre dando fruto. La vida pública de Jesús empezó con un largo periodo de oración en el desierto. La vida de la Iglesia empezó de igual manera: entregada a la oración con María, en la espera del Espíritu. Por ahí tiene que empezar cada día la vida del cristiano… si quiere ser eficaz.
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