Domingo II de Adviento – Ciclo C - Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Segundo domingo de Adviento, segunda etapa en nuestro camino al encuentro con el Señor. Coincide este año con la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, con lo que nos sentimos acompañados de “Ella”, de la Madre, la mujer que, en verdad, “sí supo esperar” el cumplimiento de las promesas de los profetas.
Dios avisa, Dios envía muchos profetas, muchos signos, muchas voces. Y todas dicen lo mismo: “Preparad el camino”. Prepárate para el encuentro con Cristo. No continúes atrapado en tus rutinas, tu mediocridad, tu apatía. El Señor viene. Él viene… para ti. Cambia lo que tengas que cambiar para que el encuentro con Él sea una fiesta, para que la Buena Noticia que Él trae pueda llenarte de gozo y alegría. El anuncio mesiánico que hizo a Israel mantener la espera, y que hoy nos invita a la esperanza, es: “Dios es fiel y cumplirá sus promesas”.
Si hoy se escucharan las lecturas de segundo domingo de adviento veríamos cómo Baruc y Juan -el profeta y el bautista- no necesitan de un marketing publicitario creando necesidades y expectativas; sólo hacen una cosa, poner al hombre frente a sí mismo, a su realidad, a su vida, y decirle: “Sinceramente, ¿eres feliz?”. A su alrededor, y en sí mismo, el hombre descubre odio, rivalidad, pretensión de ser más que el otro, violencia, destrucción, envidia, miedo... y también, si es capaz de abrir bien los ojos y los oídos, descubre entrega, donación, amor, paz en el corazón, mansedumbre. Y si, en su corazón, siente la lucha interior que San Pablo narra en la carta a los Romanos, donde se sincera diciendo “no hago el bien que deseo, y el mal que detesto es lo que hago”, entonces añora, busca, quiere cambiar su rumbo: esto es la conversión. Por supuesto que es posible vivir de este segundo modo, vivir el Reino de Dios y hacerlo desear a los que nos ven. Es posible porque Dios se ha encarnado y ha entrado en la historia humana.
La escena del evangelio de hoy -Inmaculada Concepción-, la escena de Nazaret, es un icono que todos los católicos llevamos grabado en nuestras vidas. María rebosa gracia y es la “agraciada” de Dios. Y la Gracia es germen de santidad. Ella es discípula y maestra que nos enseña desde el silencio de Nazaret a reconocer las maravillas divinas y a dar gracias al Señor. Nos enseña la humildad y la oración, el silencio y el grito. La escena que Lucas describe debe realizarse en cada uno que quiera ser cristiano. ¡Dios necesita de ti! ¡Grita, pregona, la cercanía de Dios y su amor al hombre real! Grítales que tiene poder de salvar, de perdonar, de darles un espíritu nuevo. Indícales que, como la Virgen María, sólo deben hacer una cosa: dejar a Dios ser Dios, desear que el Espíritu Santo les inunde y se cumpla en ellos la promesa de Dios. ¡Fiat!
Sinceramente, ¿eres feliz? Dios viene… ya ha venido. ¡Es posible ser feliz! Conviértete a él, anhélalo, prepara su llegada rellenando baches, allanando senderos, enderezando caminos torcidos. Él te dará la fuerza y hará el resto. Os invito a orar así: “Señor, límpiame los oídos y podré escuchar mejor a tus profetas, ábreme los ojos y podré ver las señales que muestran tu llegada, calma mi corazón para que todo mi ser se encuentre contigo”… como María.
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