Domingo XXXII del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Se cuenta de aquel campesino que caminando por cierta vereda con su saco de grano al hombro vio cómo la carroza real se detenía a su lado. Tras abrirse la cortina, el Rey le pidió que compartiera con él el contenido de su saco. Sorprendido por la extraña petición entregó al monarca un grano de trigo. Ambos continuaron su camino. Una vez en casa, aquel hombre, que todavía continuaba dando vueltas a lo que había vivido, vació el saco de trigo. Su sorpresa fue mayúscula al comprobar que, entre todos los granos, uno era de oro… Y se lamentó de no haber compartido más con el Rey.
Me gusta ser observador -que no cotilla-, contemplar la reacción de un niño que apenas camina cuando no puede atrapar una paloma que alza el vuelo, observar las miradas de los enamorados, las prisas de la gente, sus gestos, sus saludos… Se trata de mirar con ojos contemplativos; se aprende de la vida y, sobre todo, de uno mismo. Así, uno se da cuenta, a poco que observe, que la reacción ante un mendigo no suele ser la de detenerse, conversar o interesarse por su problema, sino repetir casi sin mirarle aquello de “no llevo suelto”. ¿Quizás para no decir con claridad “no quiero darte nada”?
Jesús también observaba. Un día tuvo la ocurrencia de sentarse en el templo de Jerusalén frente al arca donde la gente echaba las ofrendas. ¡Buen puesto para observar no tanto el bolsillo cuanto el corazón!, pues “donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Mt 6,21). Allí pudo ver cómo muchos ricos echaban mucho, pero una pobre viuda echó dos pequeñas monedas y, para extrañeza de los discípulos, ésta fue la ofrenda que Jesús vio como más importante, y así lo destacó. Materialmente dio menos que nadie; espiritualmente dio todo lo que tenía, se dio a sí misma: “Ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”. También se nos presenta hoy la generosidad de otra viuda en Sarepta que, ante la palabra del profeta Elías, le preparó un panecillo para comer, aún estando ella en la miseria más absoluta; y experimentó que “ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó”. ¿No estamos viendo en Valencia esta misma actitud en muchos jóvenes y adultos?
Aprendamos de la generosidad de Dios; apropiémonos de los “sentimientos de Cristo” (Flp 2,5) que “se entregó y se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8,9). Dar todo lo que se tiene, hasta la propia vida, es el mayor gesto de amor y entrega. Estamos invitados a hacer como Jesús: poner nuestras vidas al servicio de los demás. Y uno da, y se da, cuando ha descubierto que la vida está en entregarla.
En las fiestas de los pueblos suele haber “Gigantes y Cabezudos”, que divierten a pequeños y grandes; pero ¿sabes un secreto?: “están huecos”. Dentro van unos fatigados y sudorosos hombrecillos; no son altaneros, hacen su misión y se van. Pero también hay muchos -espero que no quieras emularlos- que van por la vida presumiendo de coronas, honores y apariencias, y exigen reconocimientos y homenajes. Creen que la vida les va en ser “valorados”, y que sean “conocidos sus méritos y donaciones”.
Las dos viudas de hoy, y la actitud de Jesús, sugieren una cosa bien distinta. Hoy es el Día de la Iglesia Diocesana: vivamos nuestro “ser Iglesia” con esta mirada nueva.
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