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Foto del escritorLuis Emilio Pascual Molina

Hospitalidad

Domingo XIII del Tiempo Ordinario – Ciclo A


“Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?... No me lavarás los pies jamás…”. Pedro, aquella tarde, pasó del rechazo inicial a la disposición total, aun no entendiendo. Lavar los pies era en Israel signo de hospitalidad: el dueño de casa recibía al visitante a la puerta, le otorgaba dignidad como persona y le mostraba su disponibilidad. Era tarea del esclavo o del siervo, y de ahí la estupefacción de Pedro: quien iba a lavarles los pies era el Maestro, y eso era inconcebible. La hospitalidad, en algunas culturas, es un deber sagrado. En los pueblos pobres el huésped es acogido con respeto y con generosidad; los pobres se ayudan y comparten lo poco que tienen. Recuerdo todavía emocionado, la acogida que nos dispensaron en Chestochowa -y en toda Polonia- con ocasión del Encuentro Mundial de la Juventud de 1981. En cambio, en los países ricos y opulentos no se concede hospitalidad a un desconocido; y si ésta se practica es por interés o como fuente de ganancia. De este modo, el turista es recibido porque trae riqueza, en cambio el inmigrante es soportado o rechazado porque molesta.


Las lecturas de hoy nos presentan tres situaciones aparentemente diversas: un matrimonio estéril florece a la vida con un hijo; el cristiano, incorporado por el Bautismo al Misterio Pascual de Cristo, pasa de la muerte a la vida, del pecado a la gracia; en el evangelio Jesús anuncia a los discípulos que quien pierda su vida por Él, la ganará, la encontrará. Tres situaciones que “cambian” a la persona: de la esterilidad a la fecundidad, del pecado a la gracia, y de perder la vida a encontrarla. Y es que ninguna esterilidad o impotencia humana puede resistir a la potencia vivificante de Dios. Tres situaciones que pueden ser, y de hecho son, paradigmáticas de la condición humana. En las tres aparece la vida, en las tres se exige la humildad, la generosidad, y la renuncia, en las tres es necesaria la acogida. Las tres encuentran respuesta y solución como un don de Dios, y no como fruto del esfuerzo humano. La acogida al profeta, al que va de parte de Dios, no quedará sin recompensa; acoger a Cristo significa renunciar a la propia vida, porque muerto al pecado se vive para Dios en Cristo. Sólo quien ha acogido a Cristo en su vida puede ser acogedor, hospitalario. El pasado fin de semana, en Lourdes, muchos murcianos lo han vuelto a experimentar.


La hospitalidad es un signo para medir la fidelidad real al Evangelio. Acoger implica renuncia, disponibilidad y generosidad. Quien no pierde su vida no sabe acoger al pobre que pide un vaso de agua. Quien no lleva la cruz, no comprende la cruz de los demás. Quien cierra sus manos y su corazón al pobre, se cierra a la bendición de Dios. Porque en definitiva quien no acoge a los otros, no acoge al mismo Cristo. Acoger es correr un riesgo: el de renunciar a algo nuestro en favor del otro, y nos asusta. Sin embargo, correr el riesgo puede significar un descubrimiento, el del amor que crece.


Porque el otro no es primariamente un desconocido del que tengo que defenderme, sino un misterio enriquecedor por descubrir. Lógica absurda desde las exigencias urgentes de una rígida contabilidad de dar-tener; pero lógica de un amor que ha dado la propia vida para hacer vivir a todos: el Amor de Dios en Jesucristo. Es la lógica que cada bautizado hace suya. ¿Es la mía, es la tuya?


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