Domingo III de Pascua – Ciclo B
Había una pareja atea que tenía una niña. Nunca le habían hablado de Dios. Una noche, cuando la niña tenía cinco años, sus padres se pelearon, hasta el punto de que el marido le disparó a su esposa, matándola, y luego se suicidó. La niña estaba presente y lo vio todo. Era hija única, y la llevaron a un hogar de acogida. Poco tiempo después fue adoptada por un matrimonio. Su nueva madre, cristiana, la llevó a un colegio religioso vinculado a la parroquia y el primer día habló con la maestra para indicarle que la niña nunca había oído hablar de Jesús, y que tuviera paciencia y tacto con ella. Cierto día, en clase, la maestra mostró una fotografía de Jesús y dijo: “¿Alguien sabe quién es este hombre?”. La niña contestó: “Yo le conozco; es el hombre que me estaba abrazando la noche que mis padres murieron”.
Los discípulos creen ver un fantasma cuando Cristo, resucitado, se hace presente en medio de ellos. No dan crédito a lo que contaban los discípulos de Emaús, piensan que las mujeres han tenido una alucinación, dudan de la veracidad de la Resurrección. Jesucristo en una escena plena de realismo humano afirmará la identidad total entre el crucificado y el resucitado: “no soy un fantasma, mirad mis manos y mis pies… ¿tenéis algo que comer?”. Entonces “les abrió el entendimiento”, dice el evangelista Lucas. A nosotros nos puede suceder lo mismo. Decía Chesterton que “cuando el hombre no cree en Dios, no es que no cree en nada, es que se lo cree todo”; de ahí que antes que creer en Cristo vivo y resucitado se prefiere creer en energías, fantasmas, alucinaciones… La niña de la historia que comenzaba esta glosa experimentó a Jesucristo vivo: él la abrazó, la consoló, estuvo a su lado. Fue real.
Cristo resucitado no es un fantasma. En medio de nosotros hay mucha gente que proclama la Resurrección, porque son testigos de que la Pascua ha traído perdón de pecados, reconciliación entre enemigos, reconstrucción de matrimonios, liberación de miedos, bienes compartidos con los necesitados, regeneración de personas esclavas de vicios o heridas de odios y rencores…; en definitiva, la Pascua trae personas sanas en la esperanza y el amor. Este es el fruto de la Resurrección. Se trata de realidades, no fantasmagorías o cuentos de ciencia ficción o sentimentalmente tiernos.
Además, la presencia de Cristo Resucitado en medio de sus discípulos rompe su rutina y su inmovilidad, abre su inteligencia y los envía a “predicar la conversión y el perdón de los pecados”. También a nosotros nos envía el Resucitado para romper la rutina de tantos corazones, para anunciar al mundo entero el gozo de la vida nueva en Cristo. Quienes participamos de la Eucaristía debemos salir de la rutina cotidiana y dar testimonio valiente de Jesucristo en un mundo que rechaza los signos religiosos y no gusta hablar -porque no entiende- de conversión o perdón de pecados.
¡No saben lo que se pierden!
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