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Foto del escritorElena Martínez Martínez

La fe en la lucha contra el cáncer

Me llamo Elena. Soy médico, dedicada en exclusiva a cuidados paliativos desde hace algo más de 20 años. Soy creyente y redescubrí mi fe en la universidad. El primer año de carrera uno de mis nuevos amigos me planteó ir de viaje a Francia en verano, a Taizé, una comunidad religiosa en la que se reúnen jóvenes de todo el mundo para una experiencia de encuentro y de oración.


Eso no lo sabía antes de ir. Sí tenía idea de que era algo religioso, lo que no me disgustaba, pero sobre todo me apetecía un viaje con amigos. Y allí me esperaba una de las sorpresas más grandes de mi vida.


Sin buscarlo sentí que Dios existe, tuve una certeza muy grande de que estaba vivo, era real y me quería con locura. Sentía una paz y una alegría como nunca antes había experimentado y que no tenía que ver con lo que pasaba en el exterior. Era una experiencia interna que me impulsaba a hacer lo que Él quisiera.


Así continuó mi vida, acabé la carrera, me casé y tuve dos hijos. Ha habido en el camino altos y bajos, en el día a día surgen mil cosas que van distrayendo y apagando ese deseo de estar abierta a la voluntad de Dios. Cosas que me hacen autosuficiente y me hacen alejarme. Sin embargo Él siempre ha estado y está ahí pendiente, al lado, respetando mis tiempos, mis lejanías y acercamientos, con paciencia infinita, haga lo que haga Él espera sin saltarse nunca la libertad que Él mismo me ha regalado.

Y entre los regalos que me hace cada día, el año pasado en el trabajo tuve uno muy especial. Conocer a Mirta.


Con apenas 40 años y después de dos 2 años de tratamientos, su cáncer se había extendido y se encontraba agotada, se moría…La encontré en su habitación del hospital de Santa Lucía, sola y asustada. Debió ser muy guapa. Ahora la enfermedad la había desfigurado mucho y su mirada hablaba de miedo. Natural de Paraguay, su vida en España, como la de tantos otros extranjeros que vienen en busca de una vida mejor, había sido dura y no tenía a nadie al lado. Mirta no podía casi hablar porque tenía mucha fatiga. Preguntó: “¿Me voy a morir?”, a boca jarro. No admitía rodeos ni demora ni disfraces. Era una mujer directa y endurecida. Le dije que sí. Para mí eso no es nada fácil. Después de tantos años atendiendo a enfermos en el final de la vida, me sigue sobrecogiendo acercarme al sufrimiento. En esos momentos me gusta pedir ayuda al Espíritu Santo para no meter la pata, para poder ayudar, para reconocer qué debo decir o no decir, qué hacer y cómo. Y eso hice.


Le pregunté por su fe, si tenía o la había tenido, y empezó una conversación. De pequeña la habían bautizado, hizo su Primera Comunión, y luego fue alejándose poco a poco. Tuvo una hija pero la dejó en su país y estaban distanciadas, había daño en la familia…Quiso que la visitara el capellán del hospital. Hablaron, confesó y comulgó. Cuando acabaron pasé a verla. No era la misma. Su mirada se había transformado. Del miedo a la serenidad. La encontré contenta. Había sentido el amor de Dios que la quería a pesar de todo el mal de su vida, que la perdonaba y la abrazaba. Lloraba pero esta vez eran lágrimas de emoción profunda, de una alegría que le desbordaba. Estaba sorprendida, no entendía nada pero tampoco lo necesitaba.


Me dijo: “No tengo miedo ya, estoy feliz, quiero ir a mi país, pedir perdón, reconciliarme con mi hija…”. Y empezó un camino de Vida. Vino una de sus hermanas (que tuvo que vender su coche para conseguir el billete de avión), y se creó de repente una red de solidaridad para ayudar a Mirta a cumplir su deseo y que pudiera acabar sus días en paz con su familia. Una red formada por personal sanitario, voluntariado de FADE que hace acompañamiento en el hospital, colaboraciones tanto de la empresa de oxígeno que necesitaba para el vuelo como de una O.N.G. maravillosa, la “Ambulancia del Deseo”, que se encargó de llevarla al aeropuerto de Barajas…y todo eso en poco más de una semana.


Mirta consiguió llegar a su país. Se reconcilió con su hija y el resto de la familia y aún vivió un mes entre ellos sintiendo y dando cariño, el que le había faltado durante casi toda su vida. Un mes de paz y esperanza aun en medio del sufrimiento de la enfermedad.


En la peor situación posible, descubrir el amor loco de Dios por ella le hizo vivir el mejor tiempo de su vida.


Mirta nos hizo “palpar” y ver que existe ese amor y sacó todo lo mejor de los que estuvimos alrededor.

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