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Foto del escritorJoaquín Jareño

La Filosofía, ¿a la orden del día?

Son numerosos los alegatos que con frecuencia se llevan a cabo últimamente en defensa de la Filosofía. Pero lo que esto pone de manifiesto es que los tiempos no le son socialmente favorables, pues cuando hay que defender algo con denuedo, tal defensa es muestra de que la situación de la materia en cuestión es más bien delicada. No obstante, se mire como se mire el tema, también la filosofía está en el trasunto de su propia decadencia contemporánea (Lo que la reivindicaría por encima de esta). Es decir, la deriva que nuestra milenaria disciplina padece en estos tiempos, es también fruto de su propio ejercicio. Si hemos de hacer caso al dictum de I. Berlin, todos los grandes acontecimientos sociales, políticos e ideológicos tuvieron su inicio en ideas presentes en las mentes de las personas.


Vivimos en una época de lo post-, prefijo que encontramos ubicuo asociado tanto a procesos culturales, como literarios, sociales e incluso antropológicos. De ahí que nos resulte relativamente sencillo encajar un término como post-modernidad, tanto en el terreno de los fenómenos político-culturales, como en los debates filosóficos propiamente dichos. Quizás pueda entenderse el debate filosófico actual como una controvertida discusión entre Modernidad y Post-modernidad, aunque los dos términos no podrían comprenderse de modo disociado, hasta el punto de que se ha llegado a afirmar que la Post-modernidad no es sino una Modernidad radicalizada. De todas formas, la comprensión adecuada de ambos conceptos nos puede facultar para entender en lo fundamental el porqué de los procesos culturales y sociales (e ideológicos) que estamos viviendo en nuestro tiempo. Las ideas, entonces, tienen una indudable e inevitable proyección pública.


Lo que hoy llamamos Modernidad no es sino un proceso de reinterpretación de la relación del ser humano con la realidad (y consigo mismo), que puede rastrearse incluso en los escritos de pensadores renacentistas. Estamos hablando de la génesis de un progresivo antropocentrismo que ha hecho propicia una secularización tanto de sus contenidos como de sus aspiraciones, abrigando la esperanza de un progreso ilimitado que podía alcanzar –incluso- la inversión de la jerarquía ontológica tradicional entre Creador y criatura.


Pero esta antropología optimista, plasmada en el discurso político de los derechos individuales, ha acabado por dispersarse en unas demandas que –si se mira bien- estaban larvadas de alguna manera en el propio movimiento moderno. La reivindicación de lo específico está firmemente emparentada con la defensa del individuo y la crítica a la autoridad que –hasta un cierto punto- se ha acabado por convertir en una crítica a la propia idea de verdad, en la medida en que esta podría encerrar un dogmatismo convertido en instrumento de dominación.


De ahí que la perspectiva post-moderna se alinee con claridad en el terreno de un cierto pragmatismo que reivindica la convención a la hora de dar legitimidad a cualesquiera afirmaciones. La ciencia no sería todo el saber –ni obviamente, el único-, y quedaría “bajo sospecha” al convertirse en criterio último de lo racional y epistemológicamente aceptable, sin que hubiera instancia externa a ella que la pudiera juzgar. Se habría convertido –entonces- en juez y parte.


En la perspectiva postmoderna, por tanto, todo discurso tendría un valor similar, en la medida en que remite a un contexto de significado basado en reglas propias. Y –al modo wittgensteiniano-, puesto que sin reglas no hay juego, la propia idea de “verdad” queda sometida a las condiciones que se dan dentro de cada discurso. De esta manera, parece que desaparecería la misma idea de “verdad” como fundamento de comprensión del mundo, adquiriendo tonos pragmáticos que la ubicarían como tal en función de la amplitud de la audiencia que la comparte.


De igual modo, se comprende que se critiquen declaraciones de ámbito universal, tal y como lo es la de los Derechos Humanos de 1948, a la que se ha cuestionado por occidental y eurocéntrica (El Islam tiene su propia Declaración de Derechos, surgida de la Conferencia Islámica de El Cairo - 1990), exaltándose así la singularidad, la particularidad y la diferencia como elementos nucleares de las reivindicaciones ideológicas contemporáneas. Y es precisamente esta reivindicación de la diferencia la que, surgiendo de presupuestos sólidamente modernos, termina por imponer unas limitaciones a la libertad que se han hecho paradigmáticas en el mundo occidental. Toda crítica a la diferencia resultaría una intromisión abusiva en los proyectos de desarrollo particular y las perspectivas de singularidad identitaria que hoy abundan en la opulenta sociedad del siglo XXI, donde cada uno puede identificarse con quien quiera y como quiera.


Ya en su momento se registraron lamentos periodísticos por la progresiva limitación de la libertad de expresión en los campus americanos, donde otrora se había reivindicado con fuerza la capacidad de expresar sin límites las convicciones propias. Pero la exigencia del Derecho camina en paralelo con las demandas de ser (sentirse) diferente, de modo que la disensión vuelve a verse como una intromisión abusiva e inaceptable en la configuración de las aspiraciones particulares, cualesquiera que sean, o de cualquier modo en que se manifiesten. De ahí surgen las nuevas Inquisiciones y la policía moral que rige nuestras sociedades occidentales. Siendo este el mundo post-moderno en el que han derivado las exigencias de la antropogénesis y las vindicaciones de autotrascendencia, ¿qué nueva (o antigua) filosofía nos permitirá salir de este bucle en que nos encontramos?

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