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Foto del escritorManuel Amatriaín Díaz

La Misión desde el compromiso con la verdad y la justicia

Desde mis años de Teología en el Seminario de San Dámaso, en Madrid, participaba con especial interés en talleres de formación misionera y de teología social y política.


Siempre me impactó, y conmovió, la figura del Jesús del Evangelio, cercano a la gente, compartiendo la vida de los pobres que vivían en los márgenes, caminando al ritmo del pueblo sufrido y estigmatizado, haciendo suyos los sufrimientos y cansancios provocados por tantas pobrezas, siendo amigo de los sin nadie y abandonados a su suerte.


En mi parroquia me incorporé al grupo de jóvenes involucrado en acciones sociales de promoción de los sectores más vulnerables. Fui, así, progresivamente, asumiendo y comprendiendo que la fe y la justicia estaban indisolublemente unidas. Tenía grandes deseos de hacer que mi fe, y entusiasmo joven por Jesús, fuera trabajar por un mundo más justo y habitable para todos, más sostenible y más fraterno.

El grupo de jóvenes de la parroquia estaba animado por un misionero muy apasionado por la causa de la liberación de los pueblos oprimidos por un sistema ideológico, político y estructural inhumano; en los espacios de oración, en la celebración de los sacramentos y dinámicas formativas discerníamos cómo nadie podía ser indiferente, nuestra fe nos comprometía en la construcción de otro mundo posible, que desde el Evangelio, y en el seguimiento de Jesús nos llamaba a construir unos pilares fundamentales de defensa de los derechos humanos. Y así fuí madurando en el significado misionero del “id al mundo entero y proclamad el Evangelio”, mandato del Señor a sus seguidores.

Esto me llevó a superar la visión, la orientación de la misión, que en muchos foros se inculcaba, más bien de tipo espiritual y sacramental, y a percibir que, sin la lucha por el cambio social, nuestro compromiso misionero estaba vacío y estéril.


Por eso di el paso de ir al Amazonas, a compartir unos años de mi vida con el pueblo ”caboclo” de la selva amazónica, en la diócesis de Abaetetuba, estado de Pará. Tenía un gran deseo, y profunda necesidad, de asumir la suerte sufrida de aquel pueblo que era exterminado y machacado por las propias autoridades locales, por los latifundistas y las multinacionales devoradoras de sus bienes primarios: madera, pesca, cultivos… esquilmando su selva, sus tierras y sus ríos.


Cuando llegué , tenía un gran deseo de vivir mi fe con un compromiso con la verdad y la justicia. Esto me llevó a participar activamente en varias organizaciones misioneras, tanto religiosas como laicas, que trabajan por el cambio social, en formarme en la Universidad en lo que se llamaba Sociología indigenista. Todo esto afectó, de una forma definitiva, a mi formación teológica y a mis estudios universitarios, cambiando totalmente mi visión del mundo, de la vida, de la iglesia y de Dios. Acabé profundamente convencido que mi encarnación en la misión evangelizadora, o se comprometía con las cuestiones político-sociales, haciendo de mi vocación una opción preferencial por los pobres o defraudaría el anuncio del Evangelio del Reino. Es decir, una llamada radical para transformar estructuras opresivas sistémicas que hacen víctimas a las personas y al medio ambiente. Quería caminar con el pueblo, aprender de ellos, convertirme en uno más, no sólo estar con ellos sino ser uno más de su pueblo, luchando contra toda desolación y exclusión.


Descubrí inequívocamente el rostro del Dios de los pequeños en tantas lágrimas derramadas, en tantas amenazas compartidas, en tantos sufrimientos callados. Descubrí al Jesús encarnado en tantos y tantas, religiosos y laicos, que entregan su vida, incluso hasta perdiéndola, abriendo caminos a la justicia, trabajando por el bien común, construyendo organizaciones laicales, comunidades de Base, siendo profetas del Reino de Dios, de un Dios Amor, Vida y Salvación. El grito de los pobres exige que nuestra Iglesia no se atrinchere en normas, condenas, juicios y exclusiones que la alejan del sufrimiento de los pueblos. Hace falta un cambio audaz y valiente y profundo, aunque se pierdan privilegios y protagonismos e importancias. ¿Seremos capaces de hacerlo?


Toda esta vivencia dio un nuevo impulso a mi fe, a mi consagración y a la comprensión del Evangelio, como Buena Noticia, siempre permanente de liberación para lograr un mundo mejor. Dios está aquí y su rostro, Jesús, tiene color de esperanza en un futuro mejor.

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