Domingo XVI del Tiempo Ordinario – Ciclo A
El diálogo de Jesús con los criados en la parábola del evangelio de hoy me hizo recordar las palabras de Benedicto XVI en su primera homilía como Papa: “¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así (…). Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios, y, no obstante, necesitamos su paciencia. El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres”.
¡Cuánto necesito yo escuchar estas palabras y hacerlas verdad en mí!
Y es que para Dios la fuerza está en el amor, hasta el punto de que el “omni-potente” es el “omni-paciente”. Espera una y otra vez… y siempre; espera a que cada uno de sus hijos se arrepienta. La puerta de la casa paterna siempre estará entreabierta hasta el día definitivo. Alguien me dijo hace pocos días que “el tiempo es la paciencia de Dios con el hombre, la oportunidad de ejercitar con él su misericordia”.
Miremos el mundo: en las familias, los grupos, en nuestro día a día, sembramos el bien y crece el mal… No lo comprendemos y desesperamos: ¿de dónde viene el mal? Y quizás, como los criados de la parábola, estemos tentados de arrancar de raíz el mal para extirpar la cizaña, con el consiguiente riesgo de arrancar la buena semilla. Cuando hablamos de trigo y cizaña establecemos dicotomía entre buenos y malos, situándonos nosotros -por supuesto- en el lado de los buenos. Cuentan que se buscaba la camisa del hombre feliz; y ocurría que, tras descartar múltiples aspirantes, porque todos tenían manchas de infelicidad, se descubría que el verdadero hombre feliz no tenía camisa.
En la Iglesia -como en la sociedad civil, aunque ésta no nos interesa ahora- nos mata con frecuencia la precipitación. A ningún agricultor sensato se le ocurre meter la hoz a la mies verde, pero a nosotros sí se nos ocurre frecuentemente exigir compromisos de fe y muestras de santidad a cristianos endebles, y, por supuesto, descalificar a los que no dan la talla. Y todo sin mirar “la viga de nuestro ojo”. Se nos olvida a menudo “la ley de la encarnación”, que pasa por asumir la limitación y la debilidad humanas. Y se nos olvida que toda empresa eclesial se inicia con un pequeño grano de mostaza, y que hay que esperar tiempo hasta que los pájaros puedan anidar en sus ramas. Nos mata la prisa y el puritanismo.
El Señor empleará sus propias depuradoras. Habla Jesús de la depuración del último día -Juicio Final- pero frecuentemente Dios utiliza la propia historia humana para ir separando trigo y cizaña... No temamos, pues, y confiemos más en Dios, eso sí, no dejándonos embaucar ni seducir por el poder del Maligno, que actúa en la humanidad sembrando gérmenes de pecado y muerte… cizaña. El enemigo obstaculizará, pero no podrá frustrar el plan de Dios.
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