Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo B
No hay día que no se hable de parejas que se separan o divorcian. Hoy, cada tres minutos se rompe un matrimonio en España; cuatrocientos ochenta al día, once al día en la Región de Murcia. Los números son fríos… pero detrás de cada uno de ellos hay dos personas que un día se prometieron amor y que ven frustrados sus deseos de felicidad, y más allá de eso suele haber unos hijos -fruto de ese amor- que sufren de modo particular el desgarro de una alianza rota. No es un mero contrato que se rompe... es una familia que se destruye. Las consecuencias son evidentes…. Hoy parece que el matrimonio es de quita y pon, de usar y tirar. Y no basta con dialogar, repartir tareas, o funcionar en la cama, y tampoco es cuestión de rutina o de novedad…
A Jesús le preguntaron -“para ponerlo a prueba”- porque entonces, como ahora, estaba la escuela de la manga ancha -divorcio por cualquier motivo (había rabinos que afirmaban que ver una mujer más guapa bastaba para divorciarse de la propia)- y los de la manga estrecha. Si Jesús se manifiesta estricto tropezará con los liberales, si acepta el divorcio tropezará con los conservadores. Pero Él irá al fondo de la cuestión, al inicio. Y es que el proyecto de Dios es otro: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, en la dualidad varón-hembra, pareja humana, para que en la mutua entrega y en su complementariedad manifestaran el propio misterio de Dios, Amor Creador”. El ser humano fue creado en la doble forma -hombre y mujer- tan ordenadas y relacionadas una a la otra por la fuerza del sexo y el hambre de relación, que “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”.
Muchos no entienden -o no quieren entender- el Matrimonio-Sacramento. Y piensan que el Estado es un papá moderno, benévolo y comprensivo, que entiende las dificultades de la vida, y ha establecido, desde su sabiduría, una ley de divorcio. Así, la Iglesia, en esta película, sería la madrastra vieja, dura y áspera, aferrada a la ley, a la que no le importa el sufrimiento de la pareja. Otros incluso esperan bobamente que, un día, la Iglesia se modernice y actualice para aceptar lo inevitable. Pero ¿cómo se podrá creer en el amor si el máximo exponente del mismo -el amor matrimonial- queda reducido a simple contrato-negocio de intereses transitorios? ¿Será eso amor, que es -por sí mismo- don, gratuidad, perdón y permanente resurrección?
El Matrimonio es amor que se da y corazón que cree, fidelidad en la prueba y gozo en el compartir, rostro doliente y vida que espera, comunión que se hace oración y misterio que se hace carne, casa que se hace iglesia y mesa que se hace altar... ¡Este es el proyecto de Dios!
Un regalo… ¡Que no lo rompa el hombre!
Hoy necesitamos con urgencia parejas que -con su amor que permanece- sean un grito ilusionado a los hombres y mujeres de su entorno, que -con su vida- griten a los cuatro vientos: “¡Existe el Amor!”. Que es lo mismo que decir: “¡Dios existe!”.
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