(Sb 9,7-12)
Y llegamos al centro del capítulo, al centro de la oración en la que se pide la Sabiduría. Si el capítulo 9 no es el centro de todo el libro, sí que es su consecuencia lógica y necesaria. Esta oración es, desde luego, el texto más bello.
Ya te expliqué, y perdona otra vez el mareo, que, en el centro del centro, en Sb 9,10, está la petición explícita. Y que esta petición encuentra su eco, aunque más mitigado, en el centro de las otras dos estrofas de esta oración (cfr. Sb 9,4.17).
Pero no se trata de memorizar datos, ni de aprender estructuras. Se trata de disfrutar del texto y de conocerlo mejor para entenderlo mejor. Así que, léetelo con calma. Fíjate especialmente en el versículo 10 porque el autor lo considera especialmente importante. Quizás podemos decir que es el más importante de todo el libro.
Este es un texto especialmente cuidado, dentro de un libro donde todo está cuidado, cada cosa está en su sitio. Ya hemos visto algo de eso. Estructura concéntrica, otra vez. Empieza hablando de ser rey, de ser juez, y de hacer obras (cfr. Sb 9,7-8). Y acaba hablando de lo mismo, pero en orden inverso: obras, juzgar y el trono de David (cfr. Sb 9,12). Eso está allí, y el autor lo usa para llamar nuestra atención hacia el centro.
El texto nos habla, en su primera mitad, de la obra más famosa que hizo el rey Salomón, el Templo de Jerusalén.
En la Escritura encontramos una descripción detallada de su construcción (cfr. 1Re 5,15-7,51). Es la construcción más bella de Israel, de la que estaban orgullosos todos los judíos. Es el lugar de la Presencia de Yahveh en medio de su pueblo. Es difícil para nosotros llegar a imaginar lo que un judío podía llegar a sentir cuando sus ojos se fijaban en este edificio: “¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor!” (Sal 122,1).
Para un judío es la obra humana por antonomasia. Lo más bello que un hombre puede construir. Tan bello que incluso es capaz de abarcar la presencia de Dios. Y eso es lo que significa aquí: una obra humana, la mejor de ellas.
La Sabiduría es la que acompaña a Dios en la Creación. A esto dedica el autor las afirmaciones que preceden la petición de la Sabiduría en el centro de este texto que acabas de leer: “estaba presente cuando hacías el mundo” (Sb 9,9).
Salomón quiere hacer una obra buena, y la quiere hacer muy bien. Salomón sabe que la Sabiduría estaba contemplando cómo Dios ha hecho todo lo que existe. Así que ella sabe perfectamente cómo hacer para que las cosas se hagan bien. Por eso lo más práctico es que, si la Sabiduría fue compañera de Dios cuando Él actuaba, también lo sea mía cuando yo tengo que actuar. Esta es la motivación próxima de la petición central: “envíala… mándala… para que esté conmigo” (Sb 9,10).
Si yo tuviera la Sabiduría a mi lado, mis obras serían tan buenas como son las obras que Dios hace, porque la que es su consejera también lo será mía. Por eso hay un concepto que se repite varias veces a lo largo de este párrafo, aunque con diferentes términos: “agradable” (cfr. Sb 9,9-10), “aceptable (Sb 9,12).
La Sabiduría puede conseguir que todo lo que tú hagas esté bien hecho, es decir, que esté hecho según Dios, o como Dios lo haría. Lo mejor que podría pasar en mi vida es que me aconsejara al actuar la misma consejera que tiene Dios. Ahí es nada.
De esto va a tratar con más detenimiento la tercera parte de la oración. Seguimos adelante.
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