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Foto del escritorAbel Serna Sahoui

Modelo Perfecto. Imagen y semejanza III

Es tarea pendiente preguntar por el valor de la persona y en cómo actúa Dios en nuestras vidas. Estas preguntas están sumergidas en nuestro interior y tienen sus respuestas, porque Dios quiere que todos lleguemos al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4). Pero para ello hay que acoger la verdad de nuestras vidas, es decir las cosas como las vemos y vivimos. Esto es de suma importancia porque Dios obra en nosotros desde la realidad en la que estamos inmersos, aunque a veces ésta tenga sendas ataduras y carezca de orientación. Lo que no reconocemos y no nombramos termina apoderándose de nosotros, y solo Aquel que nos conoce puede ayudarnos a ser mejores en su paso por nuestras vidas.


Pero el primer acto de reconocimiento es imparcial y necesario, porque Dios es un Espíritu que se mueve y se conmueve, enteramente libre, y nos atiende según esta sinceridad y transparencia. De hecho, la sinceridad de corazón es la puerta de entrada a los dones de su Espíritu, siendo ésta como la aduana entre nosotros y Dios, entre su morada y la nuestra. En efecto, nos conoce y nos sondea (Sal. 139), y por eso espera que demos pasos auténticos en su camino de perfección, aunque nos topemos una y otra vez con el rechazo y la confusión de los demás. Ningún buen nadador nos dirá que logró sus mejores metas quedándose en la superficie, del mismo modo Dios solo nada en las turbias aguas de nuestro interior cuando reconocemos que están ahí, de día y de noche. Es más, en cualquier ámbito de estudio social, ya sea en la psicología, la sociología, la antropología, es imprescindible acercarse a la cuestión que tenemos entre manos, conociendo y categorizando los más y los menos de la persona o del grupo. Porque solo identificando el origen se pueden entender con cierta empatía los efectos; solo conociendo las causas se pueden atender a las consecuencias. De igual modo, y desde la Teología, podríamos decir que solo sacando a la luz divina lo que hay verdaderamente en nosotros podemos progresar en la vida, dejando ver que el conocimiento de Dios es anterior a toda la ciencia de este mundo, y que lo débil de Dios es más fuerte que lo fuerte de este mundo (1 Cor 1).


Por otra parte, todo lo que no vemos y/o escondemos es todo aquello por lo que somos etiquetados en este mundo, más nunca juzgados y medidos por el que sí ve el origen de nuestros males y desvaríos, actuando a nuestro favor. Él es benévolo y permisivo, traza el camino que nosotros no podemos trazar y camina por donde nadie camina. Y el final de esta Misericordia es que lleguemos al conocimiento del amor verdadero, que a su vez es liberador. En efecto, Dios es nuestro Redentor porque nos libera de las cadenas invisibles de nuestra existencia para que nos amemos sin ataduras, libremente, y, asimismo, dejemos que este amor nos lleve a una vida nueva. Pero para ello debemos aceptar, con suma sinceridad, nuestra incapacidad para amar, nuestras debilidades, nuestros verdaderos sentimientos y nuestros temores más profundos. Es decir, todo lo que solemos esconder para evitar que nos rechacen, las manifestaciones conscientes de los vacíos que hay en nuestro interior y de los que huimos con todas nuestras fuerzas para que no nos dejen de amar. Sin embargo, y aunque tratemos de esconderlos, somos realmente esclavos de estos vacíos, y solo Dios puede liberarnos de sus terribles consecuencias, pues cuando el mundo ve faltas, Dios ve temores; cuando el mundo ve orgullo, Dios ve sentimientos de abandono; cuando el mundo ve máscaras, Dios ve la sed de ser aceptados. Es decir, solo Dios puede sumergirse así en nuestro interior y no escandalizarse, siempre y cuando le demos el permiso que necesita para examinarnos.


La siguiente escena a la que debemos atender es al empoderamiento que Dios ejerce en nosotros. Porque no solo extirpa lo sobrante, sino que nos recuerda que hay en nosotros tejidos venidos directamente de Él. Nos recuerda que estamos hechos de su misma esencia, y que siempre hay algo de divino en nosotros. Estos tejidos pueden denominarse virtudes, capacidades, dones. Es lo que nos hace brillar, lo que hace del mundo y de la vida lugares más prósperos y propensos para el amor. Dios dispuso en nosotros los talentos, como así son denominados en el Evangelio, y en su conjunto son el traje que utiliza para llevarnos a la fiesta de la vida. Los afina, refuerza y redefine para que vivamos dignamente, y que otros puedan sentirse guiados e inspirados. Dios siempre viene a por lo suyo, y de un modo especial nos recuerda lo que hay en nosotros venido del cielo, hecho y dispuesto para nuestra peregrinación en la tierra.


Pero con todo esto debemos preguntarnos, quiénes somos para que Dios se acuerde así de nosotros, qué es el hombre para que un Dios todopoderoso lo trate con tanta benevolencia (Sal. 8) y la respuesta solo puede darse desde un modelo de hombre perfecto que ya existía antes de que el cosmos fuera formado. Porque si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26), y si a Dios, que es Espíritu, nadie lo ha visto jamás (Jn 1, 1-18) entonces el padre Dios debe ser también un hombre, o debe haber un primer hombre Dios habitando en este misterio, porque no se puede crear algo de la nada, y menos aún una persona. En el arte siempre hay modelos que guían la obra, siempre hay antecedentes que dan pistas, ¡¿por qué no iba a ser igual con nuestra existencia?! Tiene mucho más sentido pensar que nos hizo a su imagen y semejanza mientras miraba un modelo perfecto. Y este modelo es Jesús, por quién el hombre y la mujer tienen un valor infinito.


En resumidas cuentas, si Dios le da tanta importancia a nuestras vidas es porque somos criaturas hechas a la imagen de su Hijo, y por esta sentencia podemos entender que quiera librarnos de nuestras cargas y seamos lo que estamos llamados a ser, libres para que nos amemos sin las ataduras que nos quitan la vida, libres para que solo nos apoyemos en Él, libres para que seamos semejantes a Él. La conversión es un acto de liberación por el que somos cada vez más parecidos al modelo perfecto, como hijos amados a la luz del Hijo amado.


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