La Esperanzada, una peregrinación que no ha dejado indiferente a nadie y que ha marcado una huella en el corazón de todos aquellos que hemos podido disfrutar de ella. Guiados de la mano de María, salimos al encuentro de Dios, quién, una vez más, nos ha ganado en generosidad y nos ha regalado un fin de semana lleno de bendiciones inmerecidas.
“¿No eres tú también de sus discípulos?” ha sido el lema de este año y una pregunta que ha resonado en cada uno de nosotros a lo largo del camino. Desde el minuto cero, el amor de Dios llegó como un huracán para remover nuestro corazón y dejarnos llenar por Él, recordándonos por quién y para qué estamos aquí. En un mundo lleno de distracciones y ruido, con frecuencia silenciamos la llamada que Dios nos hace, pero que permanece constante y mora en lo hondo de nuestro ser esperando a ser respondida. Y es precisamente en la respuesta a esa llamada donde nos convertimos en discípulos, cuando damos un Sí incondicional a Cristo.
Pero dar un Sí a Jesús no es fácil, pues implica un cambio en nuestra forma de vivir, implica una muerte al “yo” y, es entonces, cuando surgen los miedos e inseguridades por el qué dirán, por soltar nuestros planes y el control de nuestra vida. Pero ¿qué pasaría si nos atreviéramos a dar ese Sí? María es el mayor ejemplo de ello. “Hágase en mí” dijo, sin dudarlo, abandonándose como un niño en los brazos del Padre. Y, como buena madre nuestra, ha querido descubrirnos a lo largo de estos tres días el tesoro de ser seguidores de la revolución más loca de amor. Porque como dijo una hermana durante la peregrinación: “los cristianos estamos un poco locos, todos tenemos nuestro puntico”. No hay más que ver que seguimos a un crucificado que rompe los esquemas y nos muestra cuál es la medida del amor: amar sin medida. Un amor que todo el que lo descubre, no necesita nada más.
Durante el camino comprendimos qué es ser discípulo. Y es que Dios siempre va por delante y se hizo luz en cada uno de nosotros para dar testimonio de su Amor, de que Él vive. Lo vimos en cada sacerdote, seminarista y consagrada que con tanto amor nos acompañaron durante los tres días y nos brindaron su hombro para descansar, sus oídos para escuchar y sus palabras de consuelo y sabiduría. En los catequistas comprometidos a llevar la Palabra a todos los jóvenes, niños y adultos. En las familias y el amor de cuyo seno brotaba. En los consejos de esos viejos amigos que tanto necesitábamos y en las nuevas amistades que llegaron en el momento preciso. Pero Dios también se hizo presente en aquella vigilia de oración, en cada misa, en cada canción. En los hermosos paisajes, reflejo de Su grandeza. En esa paz y alegría irradiada en el camino, a pesar de los contratiempos, el frío, la lluvia, las noches durmiendo en los pabellones e incluso las cruces que cada uno llevábamos. Así, el Señor nos demostraba que la verdadera felicidad está en Él y solo en Él. Y es precisamente por ello por lo que debemos compartir ese Amor que hemos recibido de forma gratuita e inmerecida con los demás, siendo reflejos de lo que Dios es capaz de hacer en nuestra vida si lo dejamos entrar. Sin Dios no somos nada, con Él lo somos todo. Ser discípulos vale la pena, atrévete.
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