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Foto del escritorLuis Emilio Pascual Molina

No es Dios de muertos

Domingo XXXII del Tiempo Ordinario

Ciclo C


Cuando profesamos la Fe decimos en el Credo: “Creo en la Resurrección de los muertos y en la Vida Eterna”. Es una verdad que proclamamos ante el desconcierto, el estupor o el dolor en que nos sume la muerte de un ser querido o la expectativa de la propia muerte. Y es que los que, peregrinando por este mundo, intentamos vivir como cristianos, vivimos “en espera de la Resurrección”. Al final del año litúrgico se nos invita a pensar en esta verdad; a confirmarla, a pesar de la aparente oscuridad o silencio que podemos experimentar. El misterio de la muerte acompaña la vida del hombre y, en cierto sentido, es el misterio mismo del hombre. Los saduceos, en tiempos de Jesús, no creían en la resurrección, y hoy también existen muchos “saduceos”. Se dirigen a Jesús con la pretensión de ridiculizar su enseñanza proponiéndole un hipotético e irreal caso; Jesús les responderá con un “acto de fe” en el Dios de la Vida: el “Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob… no es Dios de muertos sino de vivos” (Lc 20, 38).


La certeza de la resurrección y la experiencia del amor de Dios, estimuló a los hermanos Macabeos a permanecer fieles al Señor hasta la muerte. La primera lectura de hoy puede considerarse como el “acta martirial” de estos hermanos en presencia de su madre. Afrontan el martirio antes que renegar de su fe, porque creen firmemente en la resurrección: “Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar la ley de nuestros padres… Tú nos arrancas la vida presente; pero cuando hayamos muerto… el Rey del universo nos resucitará para la vida eterna… Vale la pena morir a manos de hombres, cuando se espera que Dios mismo nos resucitará…”. Estas palabras nos estimulan en nuestra vida de Fe, en nuestra lucha del día a día. No hay temor ante la muerte, ni ante el martirio, pues si bien el hombre puede destruir la vida terrena, Dios tiene el poder de resucitar para la Vida Eterna. Lo recordamos gozosos cada vez que hacemos memoria de la muerte por causa de la fe de algún hermano nuestro en el día de su beatificación o canonización, o en el día de su fiesta litúrgica.


A la luz de la resurrección de Cristo la vida cristiana adquiere nueva perspectiva. La fe en la resurrección nos da la alegre esperanza de la plenitud; por eso el salmista puede cantar con gozo: “… y al despertar me saciaré de tu semblante, Señor” (Sal 16). No sabemos cómo será ese mundo nuevo, pero su noticia nos abre a la esperanza y a la afirmación de todo lo verdadero, bueno, noble y justo. Bien claro lo dijo Pablo: “Si sólo para esta vida está puesta nuestra confianza en Cristo somos los más desgraciados de los hombres. ¡Pero no!, Cristo resucitó de entre los muertos, como primicia de los que murieron” (1 Cor 15, 19s). Y Jesús afirmará de sí mismo ante Marta, en la muerte de Lázaro: “Yo soy la Resurrección y la Vida… El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre” (Jn 11, 25).


¡Esta es nuestra Fe! ¡Esta es la Fe de la Iglesia que gozosamente profesamos!


Una iglesia que hoy está de fiesta porque celebra el Día de la Iglesia Diocesana, una familia en la que todos contamos y todos somos necesarios; la campaña de este año se centra en el agradecimiento: “Gracias por tanto”, es el lema escogido.

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