Domingo XVII del Tiempo Ordinario – Ciclo A
En la vida no todo vale lo mismo ni tiene la misma importancia; existe lo que llamamos una “jerarquía de valores”. Cuando ésta no se da o está distorsionada por un ofuscamiento u obscurecimiento de la razón, las consecuencias para el individuo y para la sociedad son catastróficas. Las estamos sufriendo. Hoy vivimos en una sociedad que promueve valores confusos, cuando no contrapuestos: se propugna un modo de vida basado en lo cómodo, lo inmediato y fácil, donde la conciencia se adormece; gastamos fuerzas y recursos en lo que es secundario o superfluo; se nos dice que no hay absolutos, que todo es relativo, y depende del momento o los fines a conseguir. Pero la realidad es tozuda, y nos presenta cada día que “no todo da igual ni es lo mismo”, que no todo conduce al hombre a crecer como persona, ni lo hace feliz, aunque le ofrezca un instante con apariencia de permanente felicidad.
Este hombre contemporáneo está incapacitado para entender a Dios como Amor, pues escarmentado por la vida no puede reconocerlo como “don” sino como exigencia absoluta. Y como nadie puede amar sin ser amado, se ha encerrado en sí mismo: es un “autista” obligado a vivir a solas consigo. Un día, alguien da con la terapia milagrosa: consigue hacer llegar hasta su corazón la Buena Noticia del amor de Dios. Entonces, cuando este hombre burgués, avaro, insolidario, egoísta, lujurioso, violento..., descubre este tesoro, por la alegría que experimenta, tira por la borda todos los “juguetes” que hasta ahora necesitaba para ser feliz -dinero, sexo, poder, belleza, afectos...- y comienza una nueva vida de relación con Dios, con los hombres, con la naturaleza... con la vida, porque “no todo es lo mismo ni vale lo mismo”.
Lo importante es saber descubrir los valores del espíritu. Los otros son caducos; ni dan felicidad ni salvan; al contrario, atrapan en sus redes y esclavizan. La verdadera sabiduría, la que pidió el rey Salomón -“un corazón dócil para gobernar a tu pueblo, para discernir el mal del bien”- nos orienta hacia los valores que permanecen y no son efímeros. Estos valores constituyen el verdadero tesoro. El salmista lo sabía y por eso escribirá: “Mi porción es el Señor… más estimo yo los preceptos de tu boca que miles de monedas de oro y plata”.
El tesoro escondido, o la perla preciosa… es el mismo Jesucristo. El apóstol Santiago, a quien celebrábamos el martes, lo comprendió bien, y lo dejó todo por seguir al Maestro. Sus redes y su barca quedaron varadas en la orilla... Había algo sumamente mejor que hacer ahora: escuchar, dejarse amar, acompañar… y en adelante proclamar la Buena Noticia del Amor de Dios en Jesucristo a todos los hombres. Sería el primer apóstol en dar la vida, él que había sido también el primero -cuando no entendía nada- en pedir los primeros puestos en el Reino. Lo mismo nos repetían en sus testimonios los cuatro seminaristas ordenados Sacerdotes en nuestra Diócesis los pasados días (Andrés, Felipe Carmelo, Antonio José y Carlos Fabián).
¡Qué transformación de vida, qué cambio de valores, cuando Jesucristo entra en el corazón del hombre! ¿Le vas a dejar entrar tú?
Que texto más bonito!!
Cuanto de real y cuántos años perdidos en darnos cuenta que son tantas las señales que se nos presentan y no vemos .....el amor de Dios se nos ofrece de una manera tan distinta , con una gratuidad que merece ser enaltecida y enamorarse de pleno , de ese amor tan grande ........simplemente reconocerlo y sentirse pleno y agradecido de saberse que es dueño del más inmenso de todos los tesoros el amor de Dios...gracias por hacernos llegar con tus palabras que llenan de dicha el espacio libre que necesita todo creyente para seguir trabajando en la fé y seguir en la lucha por la vida en este mundo carente de fé .... Gracias