Domingo X del Tiempo Ordinario – Ciclo B
La historia de la humanidad desde sus orígenes hasta nuestros días ha transcurrido entre grandes logros, hazañas, descubrimientos y éxitos, y demasiados odios, luchas, destrucción, enfermedades, catástrofes y fracasos. Y el ser humano, muy a menudo, se ha enfrentado ante esta dualidad como el estudiante ante el resultado de los exámenes; y así oímos frecuentemente: “¡He aprobado!... ¡Me han suspendido!”. Y digo yo… ¿no será más bien: “¡He aprobado!”, y “¡He suspendido!”? ¿Por qué los éxitos son cosa nuestra y los fracasos son culpa “de los otros”? ¿Por qué cuando un hijo o hermano hace algo destacable es “nuestro hijo” o “mi hermano”, y cuando no puedo estar orgulloso de su acción digo eso de… “¡Mira tu hijo lo que ha hecho!”?
No es nada nuevo; ya Adán, el amigo con el que Dios paseaba por el jardín del Edén, esconde el bulto y responde así a su amigo: “¡Yo no! La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí”. Y Eva igualmente echará balones fuera: “La serpiente me engañó y comí”. Y es que cuando el pecado entra en el hombre no sólo rompe la comunión con Dios, también distorsiona el ser del hombre al apartarlo de su último destino, introduce la división y el conflicto en el interior del pecador y lo enfrenta con su prójimo, destruyendo las relaciones con el hermano, con la familia, con el grupo, con la naturaleza… con la vida.
El hombre, pretendiendo liberarse de Dios, se convirtió en esclavo de sus instintos y pasiones; pretendiendo encontrar la felicidad, descubrió la desnudez, la indigencia y la muerte. ¡Qué pena que tantos, hoy día, sigan pensando que el pecado es “algo bueno que se me prohíbe”, y no “algo malo que me destruye”! Ya San Pablo nos lo dijo: “El salario del pecado es la muerte”. Cuando se rechaza a Dios el mal se extiende, domina el pecado, y el hombre “se convierte en un lobo para el hombre”. Cuando se hace la voluntad del Padre desaparece el pecado, se construye la vida, y el hombre se hace hermano de todos y solidario con las flaquezas del prójimo. Ahora podemos entender a Jesús cuando, respondiendo a aquellos que le indicaban la presencia de su madre y su familia les responde: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?... El que haga la voluntad de Dios, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”.
Frente a esta realidad de muerte aparece el Dios de la vida, el Dios del perdón y la misericordia. Este es el Dios del Antiguo Testamento, aunque a algunos les cuesta descubrirlo, y es el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. El salmo de hoy nos lo deja claro: “Si llevas cuenta de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón… Mi alma espera en el Señor... porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa”. Las parábolas de la misericordia en el evangelio de San Lucas nos presentan el verdadero rostro de Dios, y Jesús nos invitaba a orar confiados al Padre de la misericordia. Y, desde su propia experiencia, el apóstol Pablo nos lo refrendó: “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia de Dios”.
¡No hay cabida, pues, para el temor! ¡Hay solución, el pecado no tiene la última palabra! ¡Déjate querer por un Dios que está enamorado de ti!
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