Ya hemos visto en el tema anterior cómo la idea principal de la encíclica es que el hombre necesita tanto de la fe como de la razón para poder elevarse a la contemplación de la verdad sobre el sentido de su propia vida, ya que tanto la fe como la razón se comportan en él al igual que las dos alas que tienen los pájaros para iniciar su vuelo y resultan imprescindibles para que pueda hacer aquello para lo que está hecho por su naturaleza: volar. Así también, la persona humana necesita imperiosamente de la fe y de la razón para realizar aquello a lo que está llamado por su propia naturaleza: buscar y encontrar cuál es el sentido de su vida.
Ahora nos preguntamos por qué este documento recibe el nombre de Fides et ratio. En la Iglesia, los documentos de cierta importancia suelen cuidar mucho las dos o tres primeras palabras con las que se inicia, porque centran muy bien cuál es el tema y además exponen cuál es la perspectiva desde la que se va a analizar dicho tema. Así sucede con esta encíclica, que trata de las relaciones armoniosas que han de mantener en la persona tanto la fe, como la razón. Y por eso el documento se llama Fides et ratio: la fe y la razón. Pero también nos indica la perspectiva desde la que se analizan, precisamente al situar por delante de la razón a la fe, de manera que no se llama Ratio et fides: la razón y la fe, sino Fides et ratio: la fe y la razón, dando precedencia a la fe sobre la razón.
Este hecho nos lleva a plantearnos el por qué de dicha precedencia de la fe sobre la razón, pues de lo contrario no estaríamos comprendiendo qué es lo que se nos quiere transmitir con ello, pues no es aleatorio ni tampoco arbitrario, sino de una exactitud total para plantear bien la cuestión de sus relaciones. Con frecuencia un mal planteamiento desenfoca el tema e impide su aclaración, por lo que tiene una enorme importancia el plantearlo correctamente desde el principio, sabiendo que eso allana su total esclarecimiento. De hecho el problema había sido mal planteado por el nominalismo de la Escuela ockhamista, que llegó incluso a considerar la existencia de un doble fin último con respecto al hombre, un fin natural, que se correspondería con la razón natural y otro fin sobre-natural que sería el de la fe, de forma que vendrían a superponerse como dos pisos totalmente autónomos.
La falsedad de este planteamiento se vio con claridad con el advenimiento de la Ilustración y la Revolución francesa, que radicalizó la postura racionalista y negó la existencia real del orden sobre-natural de la fe, que pasaría a convertirse en un mundo de superstición y oscurantismo, solo impuesto y mantenido por la coacción ejercida por la Iglesia sobre las conciencias de los fieles, pero que la libertad de las conciencias traída por la Revolución y las ciencias propiciadas por la luz de la razón vendrían a acabar con ello, pues solo hay un fin natural dominado por la razón. El Siglo de las Luces quiso combatir el oscurantismo de la fe y suprimirlo por la luz de la razón y de la ciencia como la única verdad digna del hombre.
Esta confrontación iniciada al inicio de la Modernidad es la que hoy vivimos en el ambiente cultural en el que se mueve la intelectualidad universitaria. Se rompió así la relación entre la fe y la razón porque desde postulados racionalistas se decretó la anulación de la fe y todo ello en virtud de un concepto reducido de razón que más tarde fraguó en lo que ha venido en llamarse la “razón autónoma o instrumental”, desprovista ya de su verdadera realidad humana interpersonal. Pero tuvo la ventaja de obligar a la Teología a darse cuenta del grave defecto en la forma de plantearlo y la urgencia de explicitar esas relaciones desde la “persona”. Esta fue la labor que realizó el Vaticano II en sus dos grandes constituciones: la Dei Verbum, desplegando el concepto de fe en la Revelación divina, y la Gaudium et spes, iniciando la Antropología teológica y el carácter personal de la razón.
La aclaración con respecto al planteamiento adecuado vino al reconocer que no hay más que un único fin último para todos los hombres y este es el del mensaje del Evangelio, que es Cristo, cuyo misterio requiere de la fe como respuesta del hombre a la invitación que Dios mismo le realiza en Cristo, por lo que el Evangelio “no solo vale para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible, porque Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina. Y en consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido solo por Dios, se asocien a este misterio” (GS 22). No hay por tanto dos pisos, sino uno solo, unido en la única persona humana que en su misma inteligencia conoce con la fe y con la razón.
La fe, por tanto, tiene prioridad ontológica con respecto al sentido de la vida, ya que desde ella se ilumina la profundidad de su respuesta a la llamada de Dios, que solo le es posible recibir porque tiene una inteligencia racional. Así “no se equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas corporales y no se considera solo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo, pues en su interioridad el hombre es superior al universo entero y retorna a esa profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios, que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino. Por tanto, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente solo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad” (GS 14).
Esta profundización en la raíz del problema y su planteamiento ha permitido que en la encíclica Fides et ratio se recoja esa primacía ineludible de la fe, por lo que el documento comienza situando la fe en el frontispicio, ya que la fe no es oscura o irracional, sino luminosa (la luz de la fe) y salvaguarda la integridad personal de su inteligencia al encuadrarla en el verdadero sujeto de acción, la persona humana, que conoce la realidad con su inteligencia y con su misma inteligencia asiente a la fe, que es la invitación de Dios a adentrarse en su intimidad personal. Solo se puede tener fe si se tiene razón para asentir a esa llamada (prioridad lógica), pero la razón por sí sola no ve la profundidad de Dios que requiere la interpersonalidad de la fe (prioridad ontológica). La fe tiene, por tanto, un enraizamiento previo en la inteligencia y voluntad libres del hombre, pero necesita de la gracia de Dios. De ahí que el hombre sea por su razón un ser abierto a la comunión con Dios y capaz de Dios por la fe, que son los temas que iremos viendo en los próximos artículos.
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