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Foto del escritorLuis Emilio Pascual Molina

¡Quiero ser feliz!

Domingo XXVIII del Tiempo Ordinario – Ciclo B


¿Hay alguien que no quiera ser feliz? Todos buscamos la felicidad. El problema está en que tantas veces, como un niño pequeño que no tiene experiencia de la vida y se embelesa y enamora perdidamente de lo que reluce y brilla ante sus ojos ofreciéndole satisfacción inmediata, nos dejamos arrastrar por historias y sentimientos que, con el tiempo, nos dejan más insatisfechos y vacíos que al principio. El problema es que no sabemos ciertamente dónde encontrar la verdadera felicidad.


Ante Jesús se presenta un joven, valiente, inquieto, que quiere ser feliz y que, seguramente, lo ha intentado sin conseguirlo. Sabe que algo le falta. Este joven sería lo que hoy llamaríamos un chico bueno: buenos modales, honrado, obediente, trabajador, bien pensante, bien hablado… Más de un padre podría comentar: “¡un hijo así quisiera para mi!”. Este tipo es más corriente de lo que pensamos; está cercano a la Iglesia, pero no la ha descubierto aún como “la casa de la comunión”, “el hogar de la misericordia”. Pero este tipo de persona -sobre todo si es joven- suele tener la confusa impresión de que hay algo que no alcanza, algo que se le escapa. Como el del evangelio, que si se atreve a interrogar a Jesús es porque “no es feliz”: “Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener vida eterna?”. Él es un cumplidor de mínimos, de lo imprescindible… pero intuye que el maestro apunta en otra dirección.


Dice el evangelio que Jesús “fijando en él su mirada, le amó”. Este es el modo de mirar Jesús, el modo de tratar y buscar la intimidad con aquel que se le acerca. Jesús debió mirarlo con esa misma mirada de amor que tiene para los pecadores y para los que buscan: Judas, Pedro, la mujer adúltera, Zaqueo… y tantos. Allí, ante Jesús, había un joven idólatra del dinero, convencido de que lo tenía todo para ser feliz, pero no lo era. Jesús, en él, vio a alguien necesitado de perdón y luz. Y el joven “frunció el ceño y se marchó pesaroso”. Ciertamente se fue triste, pero también desalienado, y desengañado de sus seguridades. Se fue iluminado y, por tanto, con la posibilidad de ser libre y dar un giro a su vida. Ahora sabe que no es feliz porque no cumple el primer mandamiento, porque hay algo en su vida más importante que Dios: su dinero, sus bienes. Y con esta carga… ¡qué difícil es afrontar correctamente la segunda parte del único mandamiento: el amor al prójimo!


Si la Palabra de Dios -hoy u otro día- apesadumbra, es porque está cumpliendo su función: ser espada de doble fijo que corta, penetra, separa y juzga las intenciones, que sacude cimientos, y clarifica sobre qué edifico mi vida. Jesús es radical porque ama al hombre y quiere su plena felicidad: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes… y ¡ven y sígueme!”. Aquellos que se lo creyeron, lo pusieron en práctica y lo dejaron todo, nos aseguran que es verdad lo prometido por Jesús: “el ciento por uno”.


Son muchos los que preguntan: “¿Cuál es el camino para ser feliz?”. Jesús les indica hoy la respuesta: “Déjalo todo, ven y sígueme”. Así de simple y así de radical. Y es que Jesús “nos da alas”, nos hace libres.

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