Domingo XXV del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Se cuenta que cierto día los colores discutieron sobre quién era más importante: el azul pretendía el puesto porque era el color del cielo, el amarillo era el del oro y el sol, el verde hacía que los campos no fueran grises, el rojo era el color del amor y la pasión, el blanco daba luminosidad… y así todos. Terminaron peleando, y entonces Dios intervino: ordenó al rayo y al trueno que actuasen, y mandó a la nube romper en lluvia. Todos los colores se asustaron y, empapados y con frío, terminaron por unirse. Entonces nació el arco iris.
El ser humano se enzarza en peleas, discusiones, guerras de todo tipo, porque se afana constantemente en conseguir prestigio, poder, en cultivar su imagen, en obtener los primeros puestos... Esta realidad no es ajena a nosotros: la vive el deportista porque no participa más en el equipo, el político porque lo haría mejor que su adversario, el marido o la esposa porque no es escuchado o carga con la tarea más dura de la casa, el cura de la parroquia porque no se le da la reverencia que merece, la monja del convento porque lo haría mejor que la superiora, el tendero de la esquina porque con el producto y el precio que tiene no entiende cómo la vecina va a comprar a otra tienda… Y todos acudimos a la Eucaristía -Sacramento de Comunión- discutiendo quién es el mejor, el más importante, sólo que nos da vergüenza confesarlo y, para justificarnos, decimos que lo que pretendemos es que las cosas vayan mejor.
A los apóstoles les pasaba lo mismo: eran víctimas de sus afanes. Mientras Jesús esta hablando de su pasión y muerte, ellos, posiblemente por miedo a afrontar la cruda realidad, prefieren entretenerse con irreales sueños de grandeza, y discuten quién es el primero, el más importante. ¿Simón, a quien Jesús acaba de llamar ‘roca’?, ¿Juan, cuya intimidad con el maestro era más que evidente?, ¿Judas, a quien se le había confiado la bolsa, la economía del grupo? Entre los doce… ¿Quién era el más importante?
Este veneno -este pecado- que, indefectiblemente, aparece en cada persona y en todo grupo humano, destruye la convivencia e impide vivir la comunión: “Discutían quién era el más importante”. Las consecuencias son trágicas: autojustificarse -que es fe en sí mismo- lleva a observar al hermano, clasificarlo, juzgarlo y condenarlo… y divide; la Fe -que es descansar en Jesucristo- lleva a la humildad, a valorar, servir y acoger al hermano de cualquier condición… y une.
“Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”, es la respuesta de Jesús frente a la ambición y las pasiones humanas. El gesto de abrazar a un niño e invitar a acoger al hermano del mismo modo es significativo: se trata de “servir más a quien más necesita”, al más dependiente. Hay a nuestro lado hoy día muchos menesterosos -pensemos en los refugiados, pero no sólo-, familias, ancianos, niño, enfermos... Éstos deberían ser “los primeros”. Y esto no se arregla con fáciles moralinas o exhortaciones, o con leyes, incapaces de cambiar la condición humana. Este es el milagro que hace Jesucristo para luz y sal de una humanidad hambrienta y escasa de comunión: “Para que el mundo crea que Tú me enviaste”. Además, egoístamente, hasta nos conviene, porque… ¡servir hace verdaderamente feliz!
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