(Sb 13,1-9)
Y comienza la segunda de las digresiones. Nuestro autor nos acaba de hablar del Dios verdadero (Sb 12,27). Pues vamos a detenernos en aquellos que no son capaces de reconocerlo. El autor procede en tres etapas, de menos a más. Hasta llegar a lo que acabamos de ver en el texto que has leído hace poco.
Por un lado, están los que piensan que los elementos de la naturaleza son dioses: el sol, la luna, las estrellas… Es como el escalón más bajo en este ranking del error. Peores que ellos son los que consideran un dios a algo que ha hecho un hombre. Son los que adoran ídolos, estatuillas o cualquier otro tipo de artefacto humano.
Y ya el colmo del error, de la depravación, son los que adoran animales. Como si estas criaturas, inferiores al hombre, pudieran ser la causa de nuestra existencia. Aunque es cierto que el culto más reprobable de todos es el que se les tributa a los animales vivos, yo creo que es el menos peligroso en la mentalidad del autor.
Ya te conté al principio, de eso hace mucho, que el libro estaba escrito pensando en aquellos judíos, especialmente jóvenes, que viven en la diáspora, fuera de Judea, especialmente para los de Alejandría, en Egipto.
Están rodeados de una cultura potente, brillante. Las escuelas filosóficas van creciendo. Se ha implantado un sistema político que permite una convivencia pacífica y un progreso económico grande. Y todo eso apoyado en un sistema religioso propio.
Por eso es por lo que pienso que los peligros que acechan a estos judíos, rodeados de este pensamiento, son, por una parte, las doctrinas filosóficas y, por otra parte, el culto romano, que es imprescindible para participar del sistema económico y comercial. Así que, donde más se va a detener es en esta primera parte y, sobre todo, en la segunda, los ídolos.
Algunos buscan con verdadero interés conocer a Dios, pero no llegan, se quedan en algunas de las criaturas. Están equivocados, claro que sí, pero son los menos equivocados de todos. Lee el párrafo, es breve.
Son necios por naturaleza todos los hombres que han ignorado a Dios
y no han sido capaces de conocer al que es a partir de los bienes visibles,
ni de reconocer al artífice fijándose en sus obras,
2sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire ligero,
a la bóveda estrellada, al agua impetuosa
y a los luceros del cielo, regidores del mundo.
3Si, cautivados por su hermosura, los creyeron dioses,
sepan cuánto los aventaja su Señor,
pues los creó el mismo autor de la belleza.
4Y si los asombró su poder y energía,
calculen cuánto más poderoso es quien los hizo,
5pues por la grandeza y hermosura de las criaturas
se descubre por analogía a su creador.
6Con todo, estos merecen un reproche menor,
pues a lo mejor andan extraviados,
buscando a Dios y queriéndolo encontrar.
7Dan vueltas a sus obras, las investigan
y quedan seducidos por su apariencia, porque es hermoso lo que ven.
8Pero ni siquiera estos son excusables,
9porque, si fueron capaces de saber tanto
que pudieron escudriñar el universo,
¿cómo no encontraron antes a su Señor?
Te hablé más arriba del pensamiento de los estoicos. Sin meternos en demasiadas disquisiciones filosóficas podemos decir que ellos piensan que hay un espíritu divino dentro de este mundo que es el que lo anima, hace que exista y que se mueva según un orden. Pero no piensan que este espíritu trascienda la realidad material. Así que llegan a identificarlo con los seres. Es, en cierto modo, un panteísmo. Todo es divino, todo es dios.
El autor de nuestro libro lo explica por encima, sin detenerse demasiado en ello. Habla de los elementos que, para los estoicos, son los componentes del espíritu que anima el mundo: el fuego, el viento, el aire ligero (Sb 13,2). También habla de las criaturas, especialmente aquellas más bellas, o más poderosas: el sol, la luna, las estrellas (cfr. Sb 13,2).
Por contraposición a ellas el autor nos habla de aquel que es (Sb 13,1). Y con ello nos vamos directamente con la imaginación al episodio de la zarza ardiente y de la revelación del nombre propio de Dios (cfr. Ex 3,13-15). Y también nos habla del artífice (Sb 13,1), aquel que las ha hecho. El texto habla explícitamente de analogía (Sb 13,5) que nos permite llegar desde las criaturas a su creador. Los pitagóricos ya nos hablaban de analogía de proporción y la usaban en las matemáticas. Platón la usó para el conocimiento del bien. Nuestro autor usa este instrumento de la filosofía para aplicarlo al conocimiento de Dios.
En el Nuevo Testamento, San Pablo lo usa también pues lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras (Rm 1,20).
A Dios se le puede conocer por medio de las criaturas. Y esta enseñanza la recoge la Iglesia en su magisterio. Y la proclamó el Concilio Vaticano I. Y el último de los Concilios Ecuménicos, el Vaticano II, la recoge y la vuelve a proclamar (cfr. DV 6).
Merecen un reproche, claro que sí. Han confundido a Dios con el fuego, o con un astro. Pero merecen poco reproche. Hay otros peores. Y con esto ya nos abre la puerta al apartado siguiente.
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