El Padre Díaz, capellán del internado religioso que mis padres eligieron para que tuviera una formación integral, nos hacía repetir hasta la saciedad el lema de la espiritualidad del colegio: “Ora, comulga, sacrifícate, sé apóstol”.
A mis siete años de edad, entendía todas esas reglas. Sabía lo que significaba orar. Orar era lo que a diario hacíamos antes de comenzar las clases.
Comulga. Por supuesto que conocía su significado, ¡si estaba a punto de tomar mi Primera Comunión!
Sacrifícate. También conocía el significado de sacrificarse, pues a mi corta edad practicaba el minuto heroico. Esto es que suena el despertador por la mañana y no te das media vuelta en la cama, tampoco esperas que pasen diez minutos más, sino que suena y no lo piensas, te levantas y ya está.
Pero eso de ser apóstol, a una niña pequeña no le sonaba a nada. Con el tiempo, Dios me fue llamando a ejercer de apóstol en realidades de la Iglesia, en mi hogar y también en mi trabajo. Hace treinta años me puso en la Universidad de Murcia y sigo practicando el minuto heroico cuando cada mañana soy consciente de lo apasionante que es trabajar en esta empresa.
Y si amo mi trabajo y amo a Dios sobre todas las cosas, un día mi suerte fue mayor cuando Dios me llamó, una vez más, a su apostolado. En ésta ocasión se trataba de unir mi trabajo con el amor de Dios (totalmente compatible), y así me puso en la Pastoral Universitaria. Muy feliz de ser miembro de la Comunidad Universitaria. Feliz de formar parte de éste grupo de los amigos de Jesús, que es la Pastoral.
Apóstol es aquel hombre o mujer, ciudadanos sencillos, iguales a los demás. Sin espectáculos, sin alardes, presentes en el mundo por derecho propio y por vocación. Es recordar que Dios ha escogido a los necios para confundir a los sabios y utilizarte como mero instrumento suyo… sí, mero instrumento en sus manos, pero hay que ver que cerca está del maestro, su instrumento ¿verdad? Tan cerca como está el bisturí de las manos del cirujano.
Ser apóstol hoy es haber recibido la voz del jefe más influyente (y el más misericordioso) del mundo que te dice: – Ven conmigo, trabaja para mí. Y tú contestas con alegría: –ecce ego quia vocastime– (aquí estoy porque me has llamado). Ser apóstol hoy es estar sumida en tu ordenador y que el conserje del edificio Convalecencia te pregunte por qué suenan las campanas de la cercana Iglesia Catedral y tú le contestas que en ese instante se está celebrando una Misa Crismal.
Ser apóstol hoy es cuando tu compañera de Relaciones Internacionales te llama porque su madre quiere saber cuándo “bajan” a la Virgen.
Ser apóstol no es sólo el que sigue a Cristo, apóstol es el que, a diario, en cada instante de su vida ordinaria, vive una experiencia de Cristo en las aulas, en la secretaría de la Facultad, en la Gerencia, en el Decanato, en el laboratorio, en el Rectorado…
He aprendido a apartarme de la tentación tan fuerte de llevar una doble vida. Por un lado, interna -en mi relación con Dios- y por otro, mi vida profesional. Recordando un gran Santo de nuestro tiempo, diré que o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor o no lo encontraremos nunca, haciendo de nuestro trabajo en la Universidad nuestro encuentro continuo con Jesucristo. Ser apóstol no es una profesión superañadida para las horas libres, porque a ese Dios invisible lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
He descubierto que cuando desempeñas con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de trascendencia de Dios. El mismo San Pablo nos dejó escrito: -Ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la Gloria de Dios-.
Y es que, si no ponemos a Dios en nuestros trabajos cotidianos, en nuestros estudios… si no ponemos a Dios en nuestras cuentas, definitivamente es que no sabemos contar.
Con el tiempo, casi cincuenta años después, he entendido bien qué significa ser apóstol… Apóstol soy yo.
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