Misión y universidad son dos conceptos no tan lejanos como pudiera parecer. Ninguno de ellos aparece como tal en la biblia. Si miramos a la Sagrada Escritura, la misión se funda en dos experiencias: la de la “elección” y sobre todo en la del “envío”; así, un misionero, sería alguien que ha sido elegido y capacitado para llevar a cabo una tarea a la que es enviado. No es algo, por tanto, que el enviado haga por cuenta propia, sino por un encargo que tiene mucho que ver con los carismas, dones y cualidades que otros reconocen, promueven y contribuyen a expandir. Dentro de estos dones podemos contar con el de la sabiduría y el conocimiento en cuanto búsqueda de las verdades que apuntan a la Verdad suprema.
No es de extrañar que, como fruto de esta búsqueda, la Iglesia contribuyera a la creación del ámbito universitario. Dicho ámbito se forjó mediante la elección, capacitación y envío de sus mentes más brillantes para custodiar el conocimiento adquirido, custodiarlo, perfeccionarlo y expandirlo universalmente. Es decir, la universidad es, en buena medida, fruto de la misión de la Iglesia. Prueba de ello son los innumerables símbolos que nuestras universidades mantienen en sus escudos.
Ahora bien. ¿No es cierto que hablar hoy en día de universidad y misión, en cuanto actividad religiosa parece poco menos que contradictorio? Es cierto que existen las universidades católicas o de ideario cristiano que tienen como base una visión católica (universal) del mundo y del ser humano; pero también es cierto que en el ámbito público son más que notorias las reticencias, prejuicios (fundados o no) y a veces animadversión contra todo lo que no sea empírico, científico o simplemente no cumpla con la metodología académica con que la ciencia y la técnica actual tratan de entender la realidad. Es este uno de los grandes dramas de la humanidad en cuanto disgregación del conocimiento, reduciendo la sabiduría a una suma de verdades desligadas unas de las otras y totalmente divorciada de cualquier tipo de acercamiento “meta racional” (que no irracional) a la realidad.
Si tan peligroso fue en el pasado mezclar en un mismo ámbito o en una misma persona la magia, la religión y la ciencia, lo es también desmenuzar la realidad en compartimentos estancos, pretendiendo que cada uno de ellos, por sí mismo y sin conexión con los otros, pueda abarcar todo el conocimiento. Así surgen los dogmatismos. Al margen del pensamiento mágico o supersticioso, que en la mayoría de los casos busca sólo la manipulación del misterio en beneficio propio, tanto la religión como la ciencia deberían escucharse y dialogar entre ellas. Es este, bajo mi punto de vista, uno de los aspectos más importantes del trabajo misionero dentro del ámbito universitario, al mismo tiempo que del esfuerzo científico dentro de la experiencia religiosa.
Tanto la ciencia sin religión como la religión sin ciencia acaban en el dogmatismo. A veces ese dogmatismo adopta el rol de ateísmo irredento; otras de “talibanismo” irracional. Ello se produce cuando en lugar del diálogo y la apertura crítica a las razones y experiencias de los otros, tanto la mente científica como la mente religiosa se cierran en sus propias áreas, haciéndose daño no sólo la una a la otra, sino también a sí mismas.
Como creyentes, tanto aquellos que por razones profesionales como por estudio se encuentran en el ámbito universitario, no deberían aparcar su fe como si su tarea nada tuvieran que ver que sus creencias. No se trata de que las creencias determinen el camino de la investigación o el estudio, de forma que lo condicionen hasta ahogarlo. Se trata de abrirse de forma crítica a lo que la razón humana pueda aportar a la religión, asumiendo incluso la llegada de las crisis purificadoras. Y es que el miedo o el riesgo a perder la fe a veces es el primer paso para el fanatismo religioso, que es todo lo contrario de un espíritu misionero. Ser misionero supone estar siempre en salida, como Abraham, Moisés, Jesús, Pablo da Tarso, Pedro… Es una experiencia incómoda pero necesaria.
Al mismo tiempo, la fe dota al conocimiento humano y a la razón de una intuición y de una luz especial que lo predispone a valores como la constancia, la esperanza y la sinceridad a la hora de ser perseverante, paciente y decidido en la búsqueda de la verdad. También la religión está a la base de una ética que protege el conocimiento de entregarse en las manos de los sistemas económicos y políticos que pervierten en conocimiento robándole el horizonte del bien común y de la dignidad de ser humano para convertirlo en una simple herramienta al servicio de una minoría poderosa, opresora y destructora tanto del planeta.
Lejos de hacer “capillas” o de presentar una batalla más o menos justificada para que todas la universidades conserven sus símbolos religiosos, habría que plantearse un cristianismo de presencia, como el fermento en la masa, donde lo que caracterice tanto a los profesores como a los estudiantes cristianos sea el amor con el que tratan tanto a sus prójimos como a las materias que abrazan con su conocimiento. Sólo este testimonio tan callado como activo y valiente es capaz de derribar prejuicios, construir puentes y salir al encuentro entre la fe y la cultura que tan fervorosamente se vive en el ámbito universitario.
Kommentarer