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Foto del escritorLuis Emilio Pascual Molina

Servidores

Domingo XXXI del Tiempo Ordinario – Ciclo A


Existe una leyenda medieval que habla de una monja a la que iban a encargar la misión de predicar. La enviaron a estudiar Teología, y era una maravilla el rigor con que llegó a expresarse sobre los más intrincados misterios… Pero la abadesa no la veía apta para la predicación. Ensayaron entonces con ella un tiempo de trabajo en el huerto del monasterio, donde aprendió una nueva sabiduría, la de quienes están en contacto con la naturaleza… Seguía la abadesa sin ver su actitud. Tuviéronla un tiempo en el servicio de tornera; pudo así conocer a los hombres de aquella tierra y la opresión a que eran sometidos por el señor feudal. ¡Ardía su alma en deseos de liberarlos! Pero no la vieron preparada para la misión. Pasó un tiempo de ermitaña solitaria, y se llenó de silencio, de contemplación y de amor de Dios… Mas no parecía llegado su momento. Al fin se declaró la peste en la comarca, y hubo de dedicarse en cuerpo y alma a la atención de los apestados. Cuerpo y alma quedaron enfermos de tristeza e impotencia, y hubo de ser atendida por una familia de campesinos. Allí se vio débil y pequeña, se sintió limitada y vulnerable, y se dejó querer y ayudar por aquellas gentes… Fue entonces cuando la abadesa pudo decirle: “Este es el momento; ahora ve y predica”.


La leyenda está cargada de significado, y es adecuada hoy que la Palabra lanza diatribas contra sacerdotes, maestros y doctores, a quienes acusa de ir por la vida de sabios, de prepotentes, de querer ser primeros; perdida su condición fraterna y olvidados de que ellos también están necesitados de redención. Subidos al podio, al estrado de sus conocimientos -sean religiosos o humanos- pontifican, denuncian, marcan obligaciones, como si ellos no estuvieran tocados por la misma peste universal del pecado. ¡Cuántas veces nuestro modo de hablar “huele” a insinceridad, a inautenticidad!


No podemos ser espejos que reflejan la luz del Evangelio -“haced lo que os dicen”- sin que esa luz caliente lo más mínimo el cristal que la refleja -“no hagáis lo que hacen”-. En la escuela del evangelio no hay más Maestro que Jesús, y todos los demás, “aprendices” de cristianos. No hay más Padre que Dios, y todos nosotros hijos, y por tanto hermanos. Ni hay más líderes y jefes que Aquél que fue proclamado Señor en la “kénosis”, en el anonadamiento de la cruz.


Si el Maestro te ha confiado la misión de enseñar, no dejas por eso de ser discípulo con los discípulos; atento pues, tú primero, a la palabra que proclamas, a la vivencia a la que invitas. Si Dios Padre te llama a transmitir vida, piensa en la precariedad de la tuya propia, tan necesitada como la de cualquiera de los hermanos a los que te diriges, guías o sirves. Si tienes autoridad sobre otros, ya sabes cómo debes hacer: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”.


La profecía de Malaquías y el evangelio de Mateo denuncian y desenmascaran. La actitud de Pablo con los Tesalonicenses, su servicio y su autenticidad para anunciar la Buena Noticia, es buen ejemplo a imitar.

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