Todos los que nos preocupamos por la fe y las enseñanzas de Cristo habremos llegado a esta conclusión antes o después, ya sea mediante la lectura de las Escrituras o a través de experiencias vitales en la vida de cada uno, o incluso mediante una mezcla de ambas. Pero lo que sí que nos cuesta, hoy más que nunca, es encontrar la materialización de esta verdad en la sociedad en la que vivimos, donde el placer inmediato y el individualismo han sustituido a la solidaridad inherente a los valores cristianos.
Para dar fe y testimonio de que esta verdad sigue siendo verdad, y que esta aún existe bel et bien en nuestro mundo, me gustaría narraros un ejemplo de vida y de fe extremadamente desconocido tanto por la sociedad española como por la belga. Pero, ¿por qué menciono a Bélgica? Bueno, es donde vivo ahora mismo. Y, además, fue el escenario en el que ocurrió lo que estoy a punto de narraros.
Primera guerra mundial, 1914. Los alemanes invaden el país por el este y, en cuestión de semanas, más del 90 % del territorio es conquistado sin mucha resistencia. Las autoridades de ocupación implantan un régimen estricto para aplacar la resistencia de la población local y requisar los recursos de la zona para invertirlos en su ejército. La hambruna no tarda mucho en llegar y, junto a las masacres de Lieja o Lovaina, la población comienza a sufrir los azotes de la guerra.
En este panorama desolador, Bélgica se encuentra sin gobierno. El rey y los restos del ejército se refugiaron en lo poco que habían conseguido defender, en la costa de Flandes, y las delegaciones extranjeras huyen en masa a Le Havre, en Francia, donde se encontraba el gobierno belga en exilio. Solo quedan en Bruselas las delegaciones de Estados Unidos, Países Bajos y España. La embajada española estaba presidida por el protagonista de nuestra historia, el embajador Rodrigo de Saavedra y Vinrent.
Rodrigo era un embajador experimentado. En los años previos al conflicto fue enrolado en varias misiones diplomáticas en Estados Unidos, Londres y Lisboa, además de haber pisado Bélgica y otros países. El problema de Rodrigo, sin embargo, es que nació con ciertas deformidades físicas que afectaron a su movilidad corporal. A pesar de estas deformidades, Rodrigo nunca permitió achantarse o permanecer fuera del mundo diplomático. Era una persona de fuerte carácter, carismático y de una alta sensibilidad y empatía con los demás. A su vez, Rodrigo se conmovía profundamente ante el sufrimiento ajeno. No escatimaba esfuerzos para venir en ayuda de los más necesitados, aún a costa de grandes sacrificios personales.
Cuando la guerra llegó, Rodrigo tuvo que hacer frente a una situación crítica. De forma resumida, para no alargarme mucho, solo diré que Rodrigo veló en todo momento en proteger a los siete millones de belgas y dos millones de franceses que vivían bajo la ocupación alemana y pasaban hambre; defendió a prisioneros de guerra de los aliados y les procuraba su libertad o una mejora de trato; se dejó la piel para convencer a los ingleses de levantar el bloqueo de los puertos belgas para que entrara alimento; organizó la compra masiva de víveres a Estados Unidos para el pueblo belga; negoció con los alemanes para que sus submarinos no bombardearan los barcos con ayuda humanitaria; se hizo cargo de la representación de los países ausentes en Bélgica; coordinó la retirada de las tropas de ocupación y el avance de las tropas belgas del rey Alberto I; evitó el bombardeo de Bruselas y Amberes; organizó fiestas para obtener donaciones destinadas a los huérfanos belgas y franceses, y un largo etcétera que podría seguir relatando.
Y la pregunta del millón es, ¿y por qué he elegido a este hombre? Pues porque es el vivo ejemplo de la verdad de la que hablábamos al comienzo de este artículo. Rodrigo tenía deformaciones físicas que le impedían moverse como los demás. Él podría haberse apartado del mundo diplomático y no forzar mucho la máquina, elección totalmente respetable; incluso, ya entrada la guerra, podría haber huido a Le Havre junto con el resto de delegaciones extranjeras y vivir más o menos sin preocupaciones hasta acabado el conflicto; o bien podría haber dejado el puesto y volver a España. Pero Rodrigo eligió servir a los demás. Fue de los pocos valientes que decidió quedarse en un país en guerra, famélico, con los puertos bloqueados, ocupado por una potencia hostil, rodeado y casi completamente solo. Rodrigo decidió echarse a la espalda la titánica tarea de ayudar a más de 7 millones de habitantes y velar por su seguridad, dejándose la piel negociando sin descanso con un bando y con el otro para asegurar que la gente no pasara hambre o que se respetaran los derechos de los prisioneros de guerra.
Hoy en día, a Rodrigo de Saavedra y Vinrent, II marqués de Villalobar, lo conoce muy poca gente, entre ellos los frikis de la Historia belga como yo, pero el ejemplo que él dio proviene de una verdad inmortal y eterna, dicha por el propio Cristo hace ya unos dos mil años.
Son estas decisiones las que separan a los hombres ordinarios de los extraordinarios. Sirviendo al pueblo belga en todo lo que pudo, Rodrigo no solo les sirvió a ellos sino que sirvió a Dios mismo ejerciendo la máxima que titula este artículo. Rodrigo fue ejemplo de cómo los católicos tenemos que enfrentarnos a los problemas que nos afrentan hoy en día: dar un paso adelante, darlo todo por los demás, jugársela y defender nuestros valores. Solo así podremos ir más allá de nuestra zona de confort y extender el bien y la Palabra del Señor.
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