Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa de la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo (Laborem Excercens n. 26). El mismo Papa Juan Pablo II llama a Cristo en este número, el hombre del trabajo, no sólo porque ejerció el oficio de carpintero en Nazaret trabajando con sus manos, sino también porque asumió con todo el sentido humano el trabajo de anunciar el evangelio.
Varios textos bíblicos subrayan esta imagen de Cristo entregado al trabajo y santificando el trabajo. San Juan nos transmite esa breve pero profunda declaración de Jesús: Mi Padre no cesa nunca de trabajar; por eso yo trabajo también en todo tiempo (Jn 5, 17). Fundamenta su trabajo evangelizador en la actitud de Dios mismo que, a decir de san Ignacio a su modo trabaja. Las actitudes de Jesús son siempre un reflejo y un testimonio de lo que hay en el corazón de Dios. Así como refleja su misericordia, refleja su laboriosidad.
Ambos conceptos, la misericordia y el trabajo se unen en el precioso texto de Lc 12, 22-34: Dios alimenta a los pájaros del cielo; Dios viste a los lirios del campo; es un Padre que sabe lo que necesitan y dará, a quienes buscan su reino y la justicia, todo lo demás por añadidura.
En repetidas ocasiones manifiesta una conciencia de este deber, que fundamenta la razón de su vida: Trataban de retenerlo para que no se alejara de ellos. El les dijo: “También en las demás ciudades debo anunciar la buena noticia de Dios, porque para esto he sido enviado” (Lc 4, 4244). La conciencia de la misión está en el corazón de la identidad de Jesús como Hijo de Dios: No pretendo actuar según mi voluntad, sino que cumplo la voluntad del que me envió (Jn 5, 30). Se le describe en muchas ocasiones realizando intensas jornadas de trabajo: Cuando llegaba a cualquier ciudad, pueblo o aldea, colocaban en la plaza a los enfermos y le pedían que les dejara tocar siquiera el borde de su manto; y todos los que lo tocaban quedaban sanos (Mc 6, 56). En otra ocasión dijo a sus discípulos: “Venid a un lugar deshabitado, para descansar un poco”.
Porque eran tantos los que iban y venían, que no tenían ni tiempo para comer (Mc 6, 31).
Jesús describe su propia diligencia en el trabajo cuando compara su afán de buscar a los pecadores con un pastor que busca a la oveja perdida: ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar a la descarriada hasta que la encuentra? (Lc 15, 4). Se pone al servicio precisamente como trabajador: Pues bien, si yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros (Jn 13, 14). Establece así un modelo para sus discípulos, el modelo de alguien que trabaja siempre y da la vida para que los otros tengan vida.
San Pablo nos ofrece un testimonio similar bien sintetizado en 2Tes 3, 6-15. Comienza con el propio testimonio personal de trabajo: hemos trabajado con esfuerzo y fatiga día y noche para no ser una carga a ninguno de vosotros. Denuncia la ociosidad y no duda en poner como norma que el que no quiera trabajar, que no coma. Por si quedara alguna duda, da un mandato: os mandamos y exhortamos en Jesucristo, el Señor, a que trabajéis en paz para ganar el pan que coméis.
El Concilio Vaticano II proclama esta doctrina sobre el trabajo relacionándola explícitamente con la vocación del hombre: La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, con su acción, no sólo transforma las cosas y a la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse… Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana que, de acuerdo con los designios y la voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación (Gaudium et Spes, 35).
De esta doctrina cristológica amplia sobre el trabajo se derivan algunas actitudes fundamentales.
Ante todo la valoración positiva del trabajo como actividad que construye al hombre y parte de su identidad. Consecuentemente el amor al trabajo aparece como la correcta actitud ante la actividad diaria.
También la actitud de creatividad y de empeño constante que supone cualquier actividad profesional y refleja la propia identidad de la persona.
Una tercera actitud es la de colaboración y la magnanimidad para aceptar las deficiencias de los demás en función de la obra buena que supone el trabajo en común.
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