Domingo III de Adviento – Ciclo B
Es tradición litúrgica de la Iglesia que, una vez pasado el ecuador del Adviento, dedique un día a proclamar “la alegría de la fe”. La felicidad es el deseo humano más universal. Todos queremos ser felices; buscamos a cualquier precio la felicidad. Pero ocurre que el gozo y el dolor, la dicha y la angustia, entretejen la vida humana. Además, la tentación de la tristeza acecha permanentemente. El tercer domingo de Adviento nos pone alerta frente a ella. A menudo, creemos que no hay problemas, que todo está bien, pero el paro, la crisis, el desamor, el problema con un hijo… nos presentan la realidad sin máscaras ni caretas. A pesar de la permanente feria de disfraces con que cubrimos el rostro, lo cierto es que estamos rodeados de gentes con el corazón desgarrado, infelices y cautivos de mil esclavitudes personales, familiares o sociales. Parecen vidas normales, con la alegría del día a día, pero rascando en la intimidad de las mismas descubrimos decepción, frustración, tristeza y desánimo.
La semana pasada tres voces gritaban en el desierto; hoy, tres testigos invitan a la alegría verdadera. Isaías, ungido por el Espíritu, desborda de gozo porque Dios lo ha enviado a dar la Buena Noticia y a proclamar el Año de Gracia del Señor. Pablo hace una clara invitación: ¡Estad siempre alegres! No se trata de un moralismo para vivir desde el esfuerzo; es invitación a vivir un proceso, pues la alegría permanente llegará si ejercitamos cuatro pasos: constancia en la oración, acción de gracias en toda ocasión, no apagar el espíritu, y guardarnos de toda forma de maldad; en definitiva, vivir según Dios y unidos a Él. Y Juan el Bautista, el “testigo de la luz”, que anuncia la cercanía de Aquél que viene a romper las tinieblas del corazón humano, a liberar a la humanidad de la tristeza del pecado, para que pueda ser feliz. Él viene, está aquí, y es portador de la verdadera alegría. Sólo hay que preparar su llegada.
Pero nadie como María, Reina del Adviento, ha proclamado más claramente la alegría profunda que provoca la acción salvadora de Dios al actuar sobre la pequeñez humana y las carencias. Así cantaba en respuesta a su prima Isabel “Mi espíritu se alegra en Dios, mi Salvador… porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí... Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”.
El hombre de hoy está necesitado, hambriento, de testigos de la acción salvífica de Dios. Sus vidas serán un interrogante: “¿Quién eres? Y responderán: “Soy tan sólo un enviado. Pecador, y sujeto a los vaivenes de la vida, lo mismo que vosotros, vengo a poneros en contacto con ‘el Otro’. Mi misión es sólo anunciarlo. Os aseguro que, si yo desbordo de alegría y esperanza en medio de la tribulación, es sólo porque Él, mi Dios, viste mi vida con traje de fiesta, Él hace brotar la justicia en mi corazón, Él es quien provoca en mí -ante vuestro asombro- la alegría”.
¡Sí… es posible estar siempre alegres! Dios es fiel y cumple sus promesas.
Comments