Domingo II de Adviento – Ciclo B
El segundo domingo de Adviento la liturgia nos hace escuchar tres voces. Isaías, “la voz que grita en el exilio”; poéticamente, invita al pueblo a preparar el camino del nuevo éxodo y pronuncia, de parte de Dios, palabras de consuelo y esperanza. Juan el Bautista, “la voz que grita en el desierto”; anuncia que el Señor está ya cerca e invita a preparar caminos para recibirlo. Y Pedro, la voz que, saliendo al paso de la impaciencia humana, subraya la paciencia de Dios, que ofrece a todo hombre el tiempo necesario para su conversión; el apóstol indica la finalidad de la venida del Señor, crear “un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia”.
El desierto, como terreno árido y sin vida, avanza, y es un fenómeno inquietante a nivel mundial. Pero existe otro desierto, no en las afueras de nuestras ciudades, sino dentro de nosotros; una desertización que quema y agrieta al hombre: es la aridez de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el anonimato. El desierto es el lugar en donde, si gritas, nadie te escucha; si yaces extenuado, nadie se te acerca; si estás alegre o triste, no encuentras nadie con quien compartir. El corazón puede convertirse también en árido desierto, sin esperanza, sin afectos…, relleno sólo de arena, de insensibilidad. “Consolad, consolad a mi pueblo... y hablad al corazón de Jerusalén”. También hoy, como Isaías hace siglos, son muy necesarios estos gritos de ánimo dirigidos a gentes abatidas. Es el grito del Adviento que puede y que debe proclamar cada día la Iglesia, como firme Testigo de Esperanza.
Juan el Bautista predicaba en el desierto. Muchos de los que lo oyeron sintieron en su corazón el agua fresca al reconocer sus pecados. El amor, la caridad, es la única “lluvia” que puede parar la progresiva desertización espiritual de nuestro corazón. Los cristianos hoy, en Adviento, en espera de la venida del Señor y de la Navidad, como verdaderos “ecologistas enamorados del hombre”, debemos gritar en medio del desierto de nuestras ciudades, y anunciar el Evangelio sin miedos y sin cobardías. “Súbete a un monte elevado… alza tu voz con fuerza y diles: ¡Aquí está vuestro Dios!”.
¿Qué debo gritar?, preguntarás. Grítales que toda carne es hierba y se marchita y se seca; grita que no se alienen, que no se dejen arrastrar por el consumismo y el hedonismo; que hay un tercer y un cuarto mundo de pobrezas y soledades, y que no está lejos de cada uno; que sean conscientes de sus limitaciones y pecados… Pero grítales a pleno pulmón también que, tras la cruz y un tiempo de espera, llega el Señor, triunfa el amor… que no desesperen, ni se amarguen, ni se esterilicen, ni se aburguesen… Grita y pregona la cercanía de Dios y su amor al hombre real. Grítales que tiene poder de salvar, de perdonar, de darles un espíritu nuevo.
Indícales que, al igual que la Virgen María -de la que acabamos de celebrar su Inmaculada Concepción- sólo deben hacer una cosa: dejar a Dios ser Dios, desear que el Espíritu Santo les inunde y que se cumpla en ellos la promesa de Dios. Y, entonces, deberemos responder como ella: ¡Fiat!
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