El 12 de septiembre de un ya lejano 1617 el decreto Sanctissimus Dominus Noster del papa Paulo V fue la limitada respuesta que dio la Santa Sede a la demanda presentada por los embajadores del rey de España para que reconociese el valor doctrinal de la Concepción Inmaculada de la Virgen María. Se trató de una solución de compromiso que estaba muy lejos de cerrar un debate que venía de la plena Edad Media y que se prolongaría hasta el siglo XIX.
El Papa Borghese no iba a mantener una posición hostil a los proyectos de la Monarquía española como había hecho Clemente VIII o como, pronto, desarrollaría el abiertamente antiespañol Urbano VIII, pero en la Curia las peticiones de los Habsburgo de Madrid se habían visto con muy poco simpatía.
No pocos cardenales denunciaban la osadía que suponía el que “los españoles quieren definir” una cuestión teológica tan importante y tan compleja. Cierto, si el inmaculismo (la defensa de la Pía Opinión) tenía sólidos defensores dentro de la Iglesia (sobre todo en la Orden Seráfica), también tenía firmes opositores entre los que destacaban algunos formidables teólogos dominicos. Frente a las indecisiones del Papado, la actitud de la Monarquía española fue constante, insistente, empecinada. Las razones cambiaban en parte, los Borbones sustituyeron a los Austrias, las victorias se alteraron con las derrotas, pero su reivindicación de la Pía Opinión resultó pétrea a través de los decenios y de los siglos, alcanzando su punto culminante cuando Carlos III logró de Clemente XIII, el 8 de noviembre de ese 1760, el breve Quantum Ornamenti, y, a petición de las Cortes, el soberano proclamó el «Universal Patronato de Nuestra Señora en la Inmaculada Concepción en todos los Reinos de España e Indias».
En todo caso, hay que recordar que los soberanos no estuvieron solos en esta empresa: pueblos, ciudades, reinos, universidades, cofradías y todo tipo de corporaciones juraron defender la Pía Opinión; hasta el extremo de que iba a ser el carácter positivamente inmaculista el que singularizaría, dentro de la Iglesia Universal, a ese catolicismo ibérico que se desplegaba desde Filipinas a Palermo; algo que, persistiría hasta hoy, dos siglos después de la disolución de los entramados imperiales portugués y español.
La reflexión que nos interesa aquí, sin embargo, no va tanto en el sentido de recordar la política de promoción emprendida por los reyes, sino en el de comprender que si ésta tuvo éxito fue por dar espacio a un sentimiento, a una aspiración casi universal de sus súbditos. De haberles sido indiferente o ser una simple reacción a las modas cortesanas, la devoción a la Concepción se habría agostado como tantas otras, habría naufragado en un mar muy competitivo de advocaciones y patronazgos que pugnaban por tener protagonismo. No fue así, pero, ¿por qué? Lo intentare explicar.
Las sociedades modernas estaban basadas en el principio de la desigualdad. La sangre, el color de la piel, el estatuto jurídico (noble, villano, pechero, hidalgo, esclavo, libre, español, negro, indio, vecino…), el sexo, el origen geográfico… todo ello condicionaba el lugar que se esperaba que cada uno ocupara. Entre los esclavos de origen africano, entre los indígenas y los mestizos, entre los pobres, entre la gente de aldeas y de las ciudades, entre las monjas de origen judeoconverso y los soldados de los tercios, entre los moriscos y los mendigos, la adhesión a la Conchita se propagó y se consolidó con tanta rapidez y con raíces tan fuertes como entre reyes, príncipes y potentados. Por mucho que se enorgullecieran unos o se despreciara a otros, cada cual –el rey y el esclavo- era consciente que la distancia entre su propia dignidad maculada y la que se reconocía con justicia ahora a la Madre de Dios era igual para todos, abismal, infinita, insondable. Identificarse con ella, ponerse bajo su patronazgo, invocarla en la angustia, elegirla como modelo e intercesora era una operación que rompía cualquier diferencia y que unificaba a toda la sociedad, pues, al ampararse en ella, esa sociedad quebrada se igualaba, y podría verse como una empresa común. Se tendría a la más poderosa abogada, pero sus servicios serían similares para todos, disolviendo en la nada discriminaciones y prejuicios, pues ninguno hubiera podido arrojar la primera piedra. Si todos podían construir una relación de filiación directa con el ideal de limpieza absoluta que encarnaba la esposa de José el carpintero, al hacerlo asumían que la diferencia entre su dignidad y la de su refugio y protectora era infinita.
Posiblemente nadie lo pensó en 1617, pero el inmaculismo iba a ser el medio por el cual los españoles (en todas las orillas de todos los mares, de todos los colores de piel y hablando todos los idiomas) se podrían pensar como tales, por compartir una abogada, y verse, por fin, exorcizados de los infames demonios que los atormentaban y los dividían en limpios y sucios de sangre, en nobles y plebeyos, en amos y esclavos, en europeos y americanos y asiáticos… Quien defendió la Pía Opinión no sólo buscó que se asumiera lo obvio y lo justo, sino que al hacerlo contribuyó a recordar lo que Pablo escribió a los Gálatas y muchos parecían haber olvidado. Si las gentes de los mundos ibéricos sirvieron de esta forma a su Señora, no me cabe duda que el premio que recibieron desbordó con creces cualquier merecimiento. Respecto a la sesuda discusión teológica, bien, todos sabemos que, si aún quedaban dudas en 1854, cuatro años después, un 25 de marzo, toda niebla habría de desaparecer.
Comments