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Foto del escritorJosé Javier Ruiz Ibáñez

«Tu es refugium meum»: un dogma español


El 12 de septiembre de un ya lejano 1617 el decreto Sanctissimus Dominus Noster del papa Paulo V fue la limitada respuesta que dio la Santa Sede a la demanda presentada por los embajadores del rey de España para que reconociese el valor doctrinal de la Concepción Inmaculada de la Virgen María. Se trató de una solución de compromiso que estaba muy lejos de cerrar un debate que venía de la plena Edad Media y que se prolongaría hasta el siglo XIX.

El Papa Borghese no iba a mantener una posición hostil a los proyectos de la Monarquía española como había hecho Clemente VIII o como, pronto, desarrollaría el abiertamente antiespañol Urbano VIII, pero en la Curia las  peticiones de los Habsburgo de Madrid se habían visto con muy poco simpatía.


No pocos  cardenales denunciaban la osadía que suponía el que “los españoles quieren definir” una  cuestión teológica tan importante y tan compleja. Cierto, si el inmaculismo (la defensa de  la Pía Opinión) tenía sólidos defensores dentro de la Iglesia (sobre todo en la Orden  Seráfica), también tenía firmes opositores entre los que destacaban algunos formidables  teólogos dominicos.  Frente a las indecisiones del Papado, la actitud de la Monarquía española fue constante,  insistente, empecinada. Las razones cambiaban en parte, los Borbones sustituyeron a los  Austrias, las victorias se alteraron con las derrotas, pero su reivindicación de la Pía  Opinión resultó pétrea a través de los decenios y de los siglos, alcanzando su punto  culminante cuando Carlos III logró de Clemente XIII, el 8 de noviembre de ese 1760, el  breve Quantum Ornamenti, y, a petición de las Cortes, el soberano proclamó el  «Universal Patronato de Nuestra Señora en la Inmaculada Concepción en todos los  Reinos de España e Indias».


En todo caso, hay que recordar que los soberanos no  estuvieron solos en esta empresa: pueblos, ciudades, reinos, universidades, cofradías y  todo tipo de corporaciones juraron defender la Pía Opinión; hasta el extremo de que iba  a ser el carácter positivamente inmaculista el que singularizaría, dentro de la Iglesia  Universal, a ese catolicismo ibérico que se desplegaba desde Filipinas a Palermo; algo que, persistiría hasta hoy, dos siglos después de la disolución de los entramados imperiales portugués y español.

La reflexión que nos interesa aquí, sin embargo, no va tanto en el sentido de recordar la  política de promoción emprendida por los reyes, sino en el de comprender que si ésta tuvo  éxito fue por dar espacio a un sentimiento, a una aspiración casi universal de sus súbditos. De haberles sido indiferente o ser una simple reacción a las modas cortesanas, la devoción  a la Concepción se habría agostado como tantas otras, habría naufragado en un mar muy  competitivo de advocaciones y patronazgos que pugnaban por tener protagonismo. No  fue así, pero, ¿por qué? Lo intentare explicar. 


Las sociedades modernas estaban basadas en el principio de la desigualdad. La sangre, el  color de la piel, el estatuto jurídico (noble, villano, pechero, hidalgo, esclavo, libre,  español, negro, indio, vecino…), el sexo, el origen geográfico… todo ello condicionaba  el lugar que se esperaba que cada uno ocupara. Entre los esclavos de origen africano,  entre los indígenas y los mestizos, entre los pobres, entre la gente de aldeas y de las  ciudades, entre las monjas de origen judeoconverso y los soldados de los tercios, entre  los moriscos y los mendigos, la adhesión a la Conchita se propagó y se consolidó con  tanta rapidez y con raíces tan fuertes como entre reyes, príncipes y potentados. Por mucho  que se enorgullecieran unos o se despreciara a otros, cada cual –el rey y el esclavo- era consciente que la distancia entre su propia dignidad maculada y la que se reconocía con  justicia ahora a la Madre de Dios era igual para todos, abismal, infinita, insondable.  Identificarse con ella, ponerse bajo su patronazgo, invocarla en la angustia, elegirla como  modelo e intercesora era una operación que rompía cualquier diferencia y que unificaba  a toda la sociedad, pues, al ampararse en ella, esa sociedad quebrada se igualaba, y podría  verse como una empresa común. Se tendría a la más poderosa abogada, pero sus servicios  serían similares para todos, disolviendo en la nada discriminaciones y prejuicios, pues  ninguno hubiera podido arrojar la primera piedra. Si todos podían construir una relación  de filiación directa con el ideal de limpieza absoluta que encarnaba la esposa de José el  carpintero, al hacerlo asumían que la diferencia entre su dignidad y la de su refugio y  protectora era infinita.


Posiblemente nadie lo pensó en 1617, pero el inmaculismo iba a ser el medio por el cual  los españoles (en todas las orillas de todos los mares, de todos los colores de piel y  hablando todos los idiomas) se podrían pensar como tales, por compartir una abogada, y  verse, por fin, exorcizados de los infames demonios que los atormentaban y los dividían  en limpios y sucios de sangre, en nobles y plebeyos, en amos y esclavos, en europeos y  americanos y asiáticos… Quien defendió la Pía Opinión no sólo buscó que se asumiera  lo obvio y lo justo, sino que al hacerlo contribuyó a recordar lo que Pablo escribió a los  Gálatas y muchos parecían haber olvidado. Si las gentes de los mundos ibéricos sirvieron  de esta forma a su Señora, no me cabe duda que el premio que recibieron desbordó con  creces cualquier merecimiento. Respecto a la sesuda discusión teológica, bien, todos  sabemos que, si aún quedaban dudas en 1854, cuatro años después, un 25 de marzo, toda  niebla habría de desaparecer.


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