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Foto del escritorÁngel García Martínez

Yo, que soy polvo y ceniza


El día con que comenzamos la Cuaresma recibe su nombre del rito que se celebra tal día: la imposición de la ceniza. 

Es un símbolo de gran antigüedad: la comunidad cristiana lo incorpora en una fase muy temprana (hay testimonios ya en el siglo II; su uso en el inicio de la Cuaresma se oficializa  en torno al siglo XI), heredado de las civilizaciones de la Antigüedad en el Próximo  Oriente y, por supuesto, del pueblo judío. Ligado al luto, al duelo y a la penitencia, su  significado sigue siendo bastante elocuente al hombre del siglo XXI.


«¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!», exclama Abrahán  en el pasaje del Génesis (18, 27) en que se encuentra ese “regateo” con Dios cuando este  le encomienda inspeccionar Sodoma y Gomorra en busca de inocentes ante su inminente  destrucción. Esta expresión nos va a dar la gran pista para nuestra reflexión al inicio de la Santa Cuaresma.


Llevamos inscrita en nosotros una continua -¿insaciable?- sed de infinito. ¡Y eso es bueno! Porque, bien canalizada, es la que nos mueve continuamente a Dios. Decía Luis Rosales (“Nuevo retablo de Navidad”) «De noche, iremos, de noche / […] que para encontrar la Fuente / sólo la sed nos alumbra». De otro modo lo señalaba Benedicto XVI: «El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios.» (Audiencia general del 11 de mayo de 2011)


No obstante, la experiencia nos recuerda que esta misma pasión nos juega malas pasadas. Si quitamos a Dios de nuestro horizonte vital, esta sed de infinito acaba por convertirse en un vacío que nada puede llenar. Nos lleva a desear buscar sustitutivos para este Amor en aquello que inmediatamente resulta atrayente, dejándonos a la postre más vacíos. Nombramos aquí, por ejemplo, actitudes hedonistas, narcisistas, las vivencias desordenadas de la sexualidad, los deseos de poder y de control…


¿Qué podemos hacer frente a esto? Quizá, lo primero que se me viene a la mente y en el contexto de esta reflexión, la primera medida que tengamos que tomar sea una cura de humildad, de esas que escuecen. De un modo más silencioso y suave -como ese incomprensible actuar de Dios: lento, callado y apenas perceptible- esto es lo que nos ofrece la imposición de la ceniza: una cura de humildad. Un recuerdo de que “somos polvo y al polvo volveremos” (según el clásico adagio).


Nos evidencia nuestra vulnerabilidad, nuestra fragilidad, nuestra contingencia. Nos pone ante los ojos nuestra desnudez ante Dios. Y esto nos puede parecer aterrador, como a Adán y Eva, que corrieron para taparse y esconderse. Pero nosotros contamos con algo que era impensable en el Jardín del Edén: contamos con Cristo. Contamos con la certeza de la presencia del Amor de Dios con nosotros.


Durante la Cuaresma nuestra mirada se dirige especialmente a la cruz, al Crucificado. Al contemplarlo a Él podemos sentir cómo todo aquello que se nos presenta como una cruda y dura realidad queda resarcido. No nos encontramos ante la mirada de un juez, sino de un amigo, del mejor amigo. Ante la cruz, ¿acaso podrá nuestra desnudez hacer que nos creamos indignos de Dios? Nuestras heridas jamás repugnarán a Aquel que ha sido traspasado por nosotros. ¡Qué suerte, qué belleza, qué gran verdad y sumo bien sabernos bajo la mirada del Amor!


La palabra clave de la Cuaresma quizá sea “conversión”. Esto es, en definitiva, lo que nos presenta la ceniza: la vuelta constante a Dios. Nos invita a mirarnos y sabernos vulnerables, dependientes, necesitados; y nos presenta a Dios como el único culmen posible de nuestro mar de necesidades. Porque para que Dios sea nuestra fortaleza debemos sabernos débiles. Para que Dios sea misericordioso, hemos de sabernos miserables. Para que Dios sea nuestro Padre, hemos de sabernos sus hijos. Para dejar que Dios sea Dios, hemos de sabernos hombres -que no ángeles, ni superhombres-.

No reconocernos es, en suma, cerrar la puerta a su gracia, a la posibilidad de que Él pueda actuar en nosotros. (Si esto te chirría, solo te invito a que acudas al Evangelio: el fariseo y el publicano, la vocación de Mateo…)


Caridad y verdad: los dos pilares fundamentales para una auténtica conversión. La verdad de nuestra condición ante la Verdad de Dios; el amor que de nosotros nace y es fuerza que nos impulsa, y Dios, que es Amor. Caridad y verdad. Porque «La verdad sin caridad carece de la energía necesaria; mientras que la caridad sin la verdad es una fuerza ciega» (Enrique Colom). Porque sin verdad el amor no existe: queda reducido a la complacencia, a la satisfacción; nos lleva a la confusión del cambio del Absoluto por lo inmediato. Y porque sin caridad, la verdad se hace insoportable: nuestra condición se nos vuelve un fardo pesado; nos lleva a distorsiones muy peligrosas de nuestra vida y fe. Podemos acabar deseando no ser lo que somos, prefiriendo ser ángeles y no hombres. Baste con citar a Blaise Pascal: «El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien desee ser el ángel, sea la bestia».


Yo, que soy polvo y ceniza, también soy hijo amado. Tú, Señor, que eres Infinito, Absoluto, Eterno… me hablas en mi lenguaje, y me dices que eres mi Padre.

Yo, Señor, tiemblo ante ti: soy tan débil, tan frágil, tan mísero. Y Tú me abrazas, me llenas de tu ternura, me muestras que eres todo misericordia.


Tantas veces, Señor, caigo. Y no te cansas de levantarme. ¿Qué ves en mí?

¡Feliz y Santa Cuaresma!

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